26 de agosto, lunes. Poética del encuadre


Hace algunas décadas el hijo adolescente de unos amigos estuvo de viaje por Irlanda. A su regreso, la madre le preguntó si había hecho fotos y el muchacho le dijo «alguna» y le entregó la cámara con el carrete en su interior. La madre vio que eran muy pocas, aun así, intrigada, lo llevó a revelar. El resultado fue desalentador, no lo dudo. En el sobre del laboratorio encontró solo tres fotografías. Las tres prácticamente idénticas, solo se diferenciaban en el grado del desenfoque. La imagen que aparecía aún la recuerdo: la cruceta de un poste eléctrico, con un aislador en cada punta y dos cables cruzando un cielo con nubes difusas. ¿Eso es todo lo que daba de sí Irlanda? Como el autor de tan exiguo reportaje es hoy en día un padre de familia y un profesional responsable, para la felicidad de su madre, no cabe atribuir el minimalismo incipiente a ninguna alteración del chaval, sino a un simple problema de la cámara, que posiblemente se disparó por error en un cambio de ubicación. Lo que sí está claro es que aquella adolescencia de 1990 no tiene nada que ver con las del presente. El joven que visitaba Irlanda ni se le pasaba por la cabeza suplantar con imágenes inertes lo que veía y vivía.

         Aquel día fue lo que aduje ante mis amigos, los padres, porque a mí me ocurrió algo semejante: no conseguía acabar nunca los carretes. Y si no lo velaba al sacarlo, el resultado que obtenía del revelado no era más alentador. Luego llegó el teléfono con cámara fotográfica incorporada. Recuerdo que durante cierto tiempo me pareció un añadido perfectamente inútil. Mi perspicacia para intuir la transformación de los hábitos colectivos siempre ha sido próxima a la del basalto. Otro amigo, Marcel, fotógrafo y también aficionado a captar inverosimilitudes con su móvil, un día se entretuvo a explicarme cómo se transformaba la toma realizada en lo que uno quería ver mediante el uso del encuadre. Desde aquel momento, la fotografía cambió para mí. Se convirtió en otra cosa. Hasta entonces cualquier imagen que hiciera emparentaba en algo con las del hijo de mis amigos, mostraba lo que a nadie entretiene mirar. Me explicó con ejemplos que encuadrar una imagen sirve tanto para potenciar el detalle que se desea convertir en una mirada, como para desechar todo lo que molesta alrededor y siempre se cuela cuando se observa otra cosa. Esto es lo que me fascinó: la capacidad del encuadre para aplicar su bisturí sobre la realidad y perfeccionarla.

         El encuadre es la poética del recuerdo, igual que la escritura diarística lo es de la vivencia. Ambas podan y seleccionan primorosamente, sea en las fotografías, sea en los libros. Pero no lo hacen para tergiversar ninguna verdad, ni para ocultar posibles ignominias; no hay dolo en las artes de la jardinería, solo una intrínseca necesidad de mejorar el mundo. En lo visto y en la experiencia convive lo ordinario y lo extraordinario, lo incómodo y lo sublime; juntos aparecen trivialidad y prodigio. La tarea del aficionado a la fotografía, o a la escritura, no es otra que recortar, ordenar, seleccionar y dirigir la mirada hacia lo significativo.  Cuando lo aprendí dejé de apuntar la cámara con el horizonte en la mitad y a lo que saliera. Incluso con frecuencia, sobre un cielo azul de set televisivo, he enfocado la cruceta de un poste eléctrico en el que, de pronto, descubro la flor más hermosa y reveladora en la incomprensible jungla de formas que nos rodea. Al cabo, con el móvil en el bolsillo me siento un discípulo de aquel joven estudiante que estuvo en Irlanda y no quiso contarle lo real de su viaje a nadie.  Aunque haya mejorado en lo casual del enfoque, eso sí.