Durante la década de los años noventa del siglo pasado... al empezar a escribir esta frase mi imaginario ha volado hacia 1890, que era lo que ha significado durante dos tercios de mi vida. Ya empezaba a borrarla cuando tres puntos suspensivos me han detenido. Aún me cuesta acostumbrarme al nuevo significado, 1990. Tal vez esta dificultad sea de la que quiera hablar en esta entrada de diario de 2024. Empezaré desde otra cronología.
Después de visitar con asiduidad el pueblo francés de Colliure, célebre en la literatura española por ser donde falleció, en pleno desconcierto personal e histórico, el poeta Antonio Machado, por razones diversas no había vuelto en los últimos veinte años. Creo recordar que fui en 2002 por última vez. El otro día pensé que eran demasiados años y me animé a cruzar la frontera por Portbou y llegar por la carretera de la costa. Hasta realicé el recorrido con cierto optimismo, porque recordaba intensos atascos al atravesar algunas poblaciones, como Banyuls, que en esta ocasión crucé casi sin detenerme.
Colliure es (o tal vez, era) un pequeño pueblo pescador construido sobre una colina frente a una diminuta y armónica bahía bien protegida al norte por un pequeño cabo. Posee, en el centro de la población, un puerto minúsculo y una playa. Sus calles, que ascienden de inmediato por la ladera, forman un denso y laberíntico entramado de casas humildes, pero pintadas con colores vivos. El encanto del lugar es antiguo, y la memoria celebra los años que pasaron pintándolo artistas como André Derain o Matisse. Un mediodía de 1987, acomodado a los horarios que rigen en España, aparqué el coche en el centro mientras sonaban las dos de la tarde en el campanario. No creo que tardase más de tres minutos en llegar al único restaurante que estaba abierto en el puerto. El camarero estaba fumando un cigarrillo en la puerta. Le pregunté si podía entrar, y me respondió con una polisémica sonrisa: Désolé.
Aquel lejano día me quedé sin comer. Este reciente lo difícil era decidir en qué restaurante idéntico a los demás sentarse. A cualquier hora de la tarde. Sé que el ejercicio de contrastar mi memoria de hace dos décadas con lo que iba contemplando resulta vano, pero para situarme haré un rápido apunte. Todos los bajos de todas las calles del antiguo barrio del puerto, antes solitarias y silenciosas, se han convertido en bulliciosos restaurantes o en clónicas tiendas de recuerdos. Las calles que ascienden hacia la colina van sucumbiendo también, una tras otra. Y en las que aún no han llegado los comercios, da la impresión de que los esperen, con decoraciones hiperbólicas para atraer por ellas a los cientos, quizá miles de turistas que las invaden. Por completo, hasta ir molestándose unos a otros. Colliure, un exitoso parque temático de la vida sosegada y apartada del mundo de un pequeño puerto de pescadores en el sur de un país con un norte poderoso.
No sé muy bien de qué me extraño, si mi ciudad es el paradigma de la transformación urbana causada por el turismo depredador, que tras haber acabado con el comercio propio de los barrios, ahora amenaza con invadir las propias viviendas de los vecinos. En una ciudad grande sucumben calles y zonas, pero otras anodinas de pronto se transforman en activos núcleos de vida colectiva de los habitantes. Es decir, en Barcelona ya no hay barceloneses un fin de semana por las Ramblas, pero el Paseo San Juan está animadísimo.
El lejano día aquel en el que quise almorzar en Colliure y no lo conseguí, yo era un visitante como, de hecho, siempre han existido en un lugar tan hermoso. Como a cualquier viajero, no solo me atraía la singularidad de los espacios, sino que disfrutaba también sentándome en el café central de la localidad y mezclándome con los residentes. Incluso padecer sus horarios, en el caso de llegar desde un país con otros muy diferentes. Ese era el hábito de convivencia al que estaba acostumbrado entre locales y foráneos en los lugares atractivos. Y es como he disfrutado, siendo un turista, de las ciudades que me han gustado. Es decir, la circunstancia de que haya visitantes en un lugar resultaba un hecho marginal e intrascendente al discurrir de la vida cotidiana.
Lo que he visto en Colliure, y también en algunas zonas de mi propia ciudad, aunque en este caso creo que sin advertirlo por el mero hecho de esquivarlas, no se corresponde a esa dinámica de viajeros y residentes. En Colliure lo central ahora es el turismo. Todos los servicios, todo el comercio, casi todo el espacio de la localidad está destinado a la fugaz vida de quienes llegan, consumen y se van. En medio, tal vez hayan hecho montones de fotos. Ha habido una transformación: ahora es la vida lugareña la marginal e intrascendente. En Barcelona, ahora son los vecinos de ciertas calles y de ciertos barrios quienes acuden a prorrogar sus contratos de arrendamiento y el propietario, con una sonrisa, les dice: Désolé. Porque ya no pintan nada en la centralidad de la ciudad, ocupada a perpetuidad por transeúntes.