11 de julio, jueves. La caravana


Lo cierto es que solo descubrí el desangelado y cochambroso lugar donde vivía cuando por primera vez lo vi reflejado en sus ojos mientras lo contemplaban en silencio. No tenía gran cosa y solo recibía una ínfima paga de beneficencia. Pero era dueño de una caravana anclada en el campo donde el municipio permitía subsistir a quienes no tenían otro lugar donde caerse muertos. La compré en un desguace hace unos años con lo que me dieron por el despido. Me preocupaba la idea de tener que dormir en la calle. Creo que el suelo, mugriento, no había sido barrido nunca. El polvo invadía cualquier superficie. Los platos sucios rebosaban el mínimo fregadero. Algún que otro zapato desparejado viajaba como un nómada por cualquier parte. La ropa, toda de la que disponía, se amontonaba sobre una silla de tijera. No había botellas por el suelo porque no había bebido nunca y no iba a empezar ahora que apenas tenía para comer. Aquel era el espacio donde vivía a diario y para mí, un hogar. Así se lo había dicho cuando la encontré, desvalida, en los soportales de la plaza vieja, después de que la hubieran zarandeado algunos adolescentes desalmados. Los brazos de la mujer sangraban, moteados por unas pústulas que tenían mala pinta. Le dije que había sitio para dos en mi caravana. Que no quería nada de ella, solo que se repusiera y que, cuando quisiera, podía regresar a la calle. Me sentía magnánimo por poseer ocho metros cuadrados que eran míos. Pero no había previsto que, nada más abrir la portezuela, se me caería encima la desolación absoluta en la que vivía sin darme cuenta.

         Por suerte al día siguiente hizo bueno. Continuaba el frío, pero en la explanada se estaba bien. Después de curar, como pude, los arañazos y las pústulas reventadas en los brazos, desplegué la tumbona, la instalé en ella y le eché una manta por encima. Acrílica, calentaba de lo lindo. Me pareció que seguía agotada, porque a los pocos minutos volvió a quedarse dormida. Bajo un benigno sol de invierno. Tuve que apropiarme de una escoba en la portería de uno de los bloques del vecindario próximo. Una lata me sirvió de cubo. Compré una botella de lejía y una pastilla de jabón barato en el ultramarinos. Rasgué una vieja camiseta de alpaca en forma de trapos de limpieza, abrí las ventanillas, ajusté la puerta bien abierta y me puse a limpiar década y media de cotidianidad. Aún me acordaba de cómo se hacía. Tuve que echar mano de otra camiseta, acabé con todos los trapos ennegrecidos, pero al final hasta los cristales parecían haber estrenado gafas nuevas. El mundo exterior era perfectamente visible y el interior, vaciado de inmundicias, de repente, sin que hubiera sido capaz de imaginarlo antes, lo descubría lleno de algún tipo de sentido. Como un texto en una lengua desconocida que, de repente, es posible comprenderlo. Cuando a través de la portezuela abierta echó un vistazo al interior de la caravana, desde la tumbona, tras haberse despertado, y sonrió, en su mirada escuché una melodía que, de repente, empezaba a sonar en medio de la vacuidad que había sido mi vida. 

[Cuaderno de ficciones, página 19]