El miércoles 15 de junio a las seis de la mañana aún es de noche, aunque el cielo rompa ya la hondura de su oscuridad. En nada, en cuanto salgamos de la ciudad, brillará el día. A las ocho tiene que estar cada uno de nosotros en un colegio electoral de Tarragona. He acabado COU y luego la selectividad. Todo bien, aunque para acceder a filología no existen intrigas. Todavía no puedo votar, pero sí trabajar. No recuerdo dónde encontré la información de aquel trabajillo en el que nadie me pidió ningún documento ni firmé contrato alguno. Al final de la jornada sé que me entregarán un sobre con lo pactado. Eran las primeras elecciones generales después de las últimas de la República. Aún a Cortes, pero se podían presentar los partidos políticos y su finalidad no implicaba iniciar una legislatura, sino aprobar una Constitución. No sé si todos estos detalles los conocía entonces, aunque tenía mucho interés por el proceso. Y algo más por sacarme un extra para las vacaciones del 77, que serán, luego, memorables.
Hemos quedado con nuestro jefe de equipo, y chófer, en la Plaza Cataluña. Entonces era fácil plantear algo así. Incluso aparcar en cualquier sitio. El tipo que nos esperaba era mayor, no sé, con el tiempo le echo unos cuarenta años, aunque ahora no lo hubiera calificado así, antes hubiera escrito que aún era joven. No tanto como nosotros, yo tengo diecisiete y los otros tres que me acompañan, ya universitarios, solo alguno más. Lo único que me interesa del inicio del viaje es el coche donde nos van a llevar. Un 1430, verde. Un clásico de la época. Entonces me fascinaban los automóviles, pero mi práctica se limitaba a subirme en ellos, generalmente en el asiento posterior. El viaje a Tarragona, en un 1430, resulta una experiencia iniciática, más que las elecciones. Atento a los ruidos del motor, inconfundible; al cuentaquilómetros, vertiginoso; al juego de las marchas y, circunstancialmente, también al desconocido paisaje que encuadra la ventanilla.
No es la primera vez que hago algún trabajo de verano, pero sí es el que tiene la jornada más larga para una tarea tan exigua. A las ocho de la mañana tenemos que estar presentes cada uno en el colegio electoral que le ha tocado y constatar que todo funciona bien. A mediodía apuntamos el porcentaje de participación que se hace público, y tras el cierre del colegio, tomamos nota de los resultados que se cuelgan en un folio sobre la puerta de entrada. Luego hay que buscar una cabina y transmitirlos a un número de teléfono de Madrid. Nunca he sabido quién estaba interesado en aquellos datos, si era un partido, una institución o un periódico. Cumplo mi breve labor y durante las horas de votación vago por Tarragona. Por la Rambla, por la zona del teatro romano, por la playa. Asoma el verano, se está bien en la calle. A mediodía me como el bocadillo que traigo preparado de casa. A las doce de la noche hemos quedado en una plaza céntrica con nuestro jefe de equipo. Nos reparte los sobres y parece contento. Nosotros, más. En el viaje de regreso mis compañeros duermen, he conseguido colarme en el asiento junto al conductor y recuerdo la intensidad de esta aventura novedosa, que me dejen ir sentado delante.
En las siguientes elecciones, dos años después, ya pude votar. Y también trabajo, en este caso como interventor de un partido sin afiliados. He vivido desde entonces infinidad de procesos electorales. Se podría decir que estoy aburrido de ellos, aunque de vez en cuando las urnas plantean situaciones curiosas. Así que siempre le echo un vistazo a los resultados. Las elecciones antes eran la manera en la que la gente decía si estaba de acuerdo con el gobierno que había tenido o si ya no soportaba más sus errores y lo enviaba a casa. Es decir, eran un termómetro del acuerdo o del enfado de la ciudadanía. Los partidos se limitaban a seleccionar los mejores para cuando les tocara probar su eficacia. Era todo muy aburrido, pero con un aliciente: no se planteaban como una competición deportiva, sino con seriedad. Con resultados para unos cuantos años.
En algún momento, sin embargo, apareció la estrategia que tan bien ha retratado José María Eça de Queirós y todo se malbarató. En una de sus novelas, el escritor portugués plantea un caso premonitorio. El diablo se presenta ante un tipo corriente y le ofrece una fabulosa riqueza solo a cambio de que apriete un botón. ¿Un botón, para qué? Ah, para nada, un chino en China se morirá. Y el sujeto tentado aprieta, claro, y ahí empieza la novela. Y también nuestro presente. Estoy convencido de que el diablo ahora se presenta ante un tipo cualquiera y le propone: Di lo primero que se te pase por la cabeza mientras aprietas este botón y los ciudadanos te harán diputado. Porque a los ciudadanos ya no les importa lo que se ha gestionado, sino solo y exclusivamente lo que nunca pueda ocurrir.
Este experimento diabólico no hubiera tenido ningún efecto, como máximo el de un ministro alelado en un gobierno, de no ser por una nueva estrategia del infausto, que no existía en tiempos de Eça de Queirós. El diablo no le ha ofrecido la opción de ascenso rápido a un único candidato, sino a todos los que se apuntan, de jóvenes, a un partido. Y estos, a su vez, no solo se lanzan a apretar el botón, sino que no quitan el dedo de encima por nada del mundo.