Nunca nos
hicimos una foto, tal vez por eso ahora puedo evocar con tanta precisión gestos
y conversaciones de la época. Aquello que las imágenes fijas desprecian. No
hacerse fotos parecía lo normal entonces. La cámara, el carrete, la funda eran
objetos vinculados a los viajes. O a las fiestas, que bien pensado es otra
forma de vivir lo excepcional, ya no en el espacio, sino en el tiempo. Quizá
por esta razón recuerdo los detalles antes que los rostros, y de mí obtengo un
protagonismo más difuso. Frente a una fotografía donde aparece quien la observa
el diálogo suele entablarse con uno mismo, si ha cambiado o si sigue siendo el
mismo. Ese misterio del devenir. Y los demás se convierten en paisaje. La
memoria, sin embargo, no opera como la fotografía, sino como el objetivo de la
cámara: mira, pero es incapaz de verse, salvo frente a un espejo, que es la
desviación de Narciso, pero no la mía ahora. No tengo delante ninguna
instantánea que muestre lo que digo, solo una luz tenue, diluida y oxidada por
los años.
Aquel primer día de curso éramos tres
alumnos en un pasillo tratando de descifrar el enigma de un horario. Después de
una educación completa solo con compañeros varones en el aula, el colegio
admitía en COU grupos mixtos, y, de repente, de las chicas que admirábamos desde
lejos cuando salían de la escuela de las monjas, ahora dos estaban a mi lado,
en el piso más alto, el de los mayores, donde tampoco nos dejaban pasar antes.
Los tres alumnos éramos dos chicas nuevas en la institución y yo, que había ido
escalando niveles en el edificio como quien ve pasar paradas del tranvía donde
nunca se va a bajar. Y sin tenerlo previsto se encuentra al final del trayecto.
Los tres compartíamos un mismo hueco en el tablero de ajedrez del horario
escolar que acababan de entregarnos. Éramos los de griego y aquella hora
resultó que la teníamos en blanco. Luego, otro día, deberíamos quedarnos una
hora más, pero los lunes, de repente, la libertad. Que no era un mero hueco en
el horario, sino el hecho de que, por ser mayores, nos dejaran salir y entrar
sin ningún control. Un día de septiembre, caluroso, ¿quién se quedaba ahí, en
el pasillo?
Bastaba cruzar la carretera, con un
carril en cada sentido, y seguir un sendero para entrar en el parque. Estábamos
a las afueras de la ciudad. En plena ladera de la montaña. Aquella había sido
una antigua finca de recreo decimonónica, con un laberinto en el centro y
algunas construcciones neoclásicas con revoques desconchados y sed de pintura.
Bajo la umbría de unos pinos, ni sé cómo llegamos, los tres solos. Y el hielo
por romper. Pensé que me tocaba a mí empuñar el piolet, pero de golpe sentí que
la superficie helada del desconocimiento se hundía, con los tres encima, sobre
las cálidas aguas de la charla más animada. Me había enamorado algunas veces.
De una amiga de mi prima que la acompañaba a las celebraciones familiares. De una
muchacha que iba con sus padres al mismo campo con asadores de piedra,
explanadas para jugar a pelota y mesas de madera donde acudían los míos a pasar
los domingos. De la hija del maestro en el pueblo donde pasábamos las
vacaciones. En fin, un largo historial de deslumbramientos y ninguna novia.
Mis dos nuevas compañeras, de súbito,
eran reales. Y los lunes, el día de la semana más esperado por mí. Los tres
salíamos de clase de lengua, dejábamos el macuto en el aula, y cruzábamos la
carretera atropellándonos las voces. Lo que daría por recordar sus nombres
ahora. Es cierto que puedo inventarlos, pero me da pereza. Una de mis
compañeras tenía un apodo, ese sí que lo sé, pero prefiero olvidarlo. La otra
estudiaba piano y una vez tocó frente a mí las notas del «Para Elisa», que
desde entonces es mi pieza musical favorita, y no me cuesta nada evocarla como
Elisa, aunque no fuera su nombre. Las dos eran opuestas en todo. Una vestía con
ropas varias tallas por debajo de la suya, la otra con las mismas tallas
desajustadas, pero por encima. Una era ya una mujer de mundo que rebosaba
personalidad; la otra, una muchacha temerosa y desconcertada. Una no callaba, a
la otra le costaba hablar. Una se pintaba las uñas y los labios, la otra
siempre llevaba el pelo recogido en una trenza. Eran tan diferentes que nunca
en otro contexto se hubieran encontrado en conversaciones tan íntimas como las
que manteníamos cada semana.
Durante muchos meses dudé de cuál de
las dos enamorarme. Eso lo recuerdo bien. Antes que una duda era, para mí, una
encrucijada. Qué camino seguir, el mundano o el místico. Se divertían las dos
conmigo, eso seguro, pero no vi en ninguna un interés especial por mí. Eso
relajó mi elección. Enamorarse era, en aquella adolescencia del final de la
dictadura que viví, una suerte de vicio solitario. La duda se fue extendiendo
por los meses del curso. ¿Cuál de las dos merecía mi encandilamiento secreto?
El dilema me resultaba indisoluble. Es más, empecé a encontrarle encanto a esta
dificultad. Unos días me enamoraba de una, y para ello necesitaba pensarme a mí
mismo como el piloto de la motocicleta que jamás tendría, con el casco en la
mano izquierda y el cigarrillo, que nunca había fumado, en la derecha. Otros
días me imaginaba aún más tímido de lo que siempre he sido, torpe y apocado,
pero con un cazamariposas en la mano.
El curso es una extensa línea de
tranvía que, en cierto punto, sin que nadie lo sospeche, no se vuelve a
detenerse en ninguna parada prevista, ya empeñado solo en llegar al final. El
último mes, aún con clases, el agujero negro de nuestros lunes desapareció como
por arte de magia. Mi compañera mundana se echó un novio en ciencias al que no
le importaba hacer campana en la hora de nuestro hueco. Y la melancólica
prefirió ensayar a aquella hora en el piano del teatro la pieza que quería
tocar en el ya inminente festival de fin de curso. Me fui el primer lunes de mi
súbita soledad al parque y vagué por el interior del laberinto como si no
supiera de memoria el camino certero de salida. Como si fuera posible aún
perderse entre los setos y no volver a salir nunca a la realidad.
[Cuaderno de ficciones, página 11]