CARTAS AL s XX | 5 de enero de 1953, lunes. Esperando la verdad


Dios, qué frío hacía aquella noche; helaba en la calle desierta de un lunes, pero dentro, la pequeña sala del teatro Babylone la recuerdo aún más gélida. Lo he evocado en múltiples ocasiones, en diferentes artículos y conferencias, pero jamás se me había ocurrido empezar con esta frase tan testimonial. Si he de ser justo, diré que mi carrera de crítico se ha cimentado sobre lo que ocurrió aquella extraña fecha de mi juventud. Aún no había cumplido los veinte años. Me faltaba mes y medio. El febrero pasado cumplí los ochenta. No estaba previsto que llegara a la edad de los achaques, pero la vida es este esperar a que nada ocurra en el que acontece de todo. Mi vida profesional se ha sostenido por entero en el hecho de que asistiera, tan joven, al estreno de Esperando a Godot. Una gran mentira; no la obra, tampoco mi presencia en la sala, pues es cierto que estuve allí, sino yo mismo.

         No puedo recordar con exactitud qué se me había perdido a mí aquel día en el bulevar Raspail. Un lunes. Aunque recuerdo algunas cosas de la época. No quedaba lejos la antigua prisión de Cherche-Midi. En aquellos años ya estaba abandonada a su inutilidad de enorme mole de piedra oscura y languidecía cubriéndose de inmundicia e impureza, por dentro y por fuera. Por esa sordidez sentía una atracción secreta, tal vez irrefrenable, más intensa, desde luego, que por las novedades de la escena teatral. «Había oído que lo cerraban», fue lo que le dije al compañero de curso que, sumergido en un abrigo de piel de camello, me detuvo en mitad de la acera para saludarme. No creo que le dijera de dónde venía o hacia dónde me encaminaba, pero él sí justificó su presencia en ese bulevar tan distante de su domicilio familiar y del mío. Tenía dos entradas para un estreno. Había oído que el Babylone cerraba, tras dos o tres temporadas de fracaso tras fracaso, y mi amigo lo subrayó: «Quieren morir matando».

         La otra entrada era para un compañero suyo que no llegaba. La hora del inicio ya se había cumplido. El escaso público había accedido ya. Al fondo del patio se distinguía la luz mortecina de una bombilla sobre una fila de asientos vacíos. Me la ofreció y no me lo pensé dos veces, tampoco tenía un plan alternativo. Nos apresuramos. Si hubiera pasado diez minutos más tarde por el bulevar Raspail, o hubiera decidido caminar por la acera del otro costado, ¿qué hubiera sido de mi carrera de crítico literario? No quiero ni pensarlo. Pero tampoco tengo edad ya para mistificaciones. Así que contaré lo que ocurrió, pero por primera vez tal como pasó. Empezaré confesando lo más elemental. No tenía ni la más puñetera idea de quién era el autor. Un tal Samuel Beckett. «Es irlandés, pero hace años que vive aquí». Mientras se acomodaba la asistencia, unas cincuenta o sesenta personas que parecían invitadas a una celebración familiar, pues hablaban entre sí unas con otras. Allí los únicos polizones parecíamos nosotros dos. Para hacer tiempo, mi colega —con el que tampoco tenía demasiada amistad— me contaba, por llenar el vacío, que había leído una novela del autor, titulada Murphy, publicada en las ediciones de Pierre Bordas unos años antes. «Un libro sensacional, podías acabar de leerlo sin haberte enterado de nada de lo que ocurría, pero sin poder levantar la vista de las páginas». Y casi gritó, como quien clama un gol: «Un libro hipnótico». Es posible que aquella noche yo estuviera aún impresionado por lo que había ido a observar en las inmediaciones de Cherche-Midi, el caso es que le dejaba hablar sin comprender del todo lo que me explicaba. Se apagaron, de repente, las luces, que tampoco es que iluminaran demasiado.

         La escena estaba vacía. En el suelo de madera sin cubrir se dibujaban diversas manchas, como las que luciría un taller de mecánica. Las paredes estaban mal pintadas de un color indefinido que traslucía múltiples manchas de humedad. En el centro, una especie de piel de plátano gigante y erguida, con los extremos languideciendo hacia abajo. Que era un árbol me costó adivinarlo. Con el tiempo llegaría a saber que el decorado de la escena que vi aquella noche glaciar de 1953 se ajustaba a los deseos del dramaturgo: «Camino rural, con un árbol, por la noche». Aparecieron los actores. Dos tipos con trajes raídos. Daba la impresión de que se los habían intercambiado en el camerino, pues a uno le sobraba talla por todas partes y al otro la chaqueta le tiraba en las costuras.  Uno de los dos dijo: «No hay nada que hacer». Y creo que si aquella noche hubiera estado un poco lúcido y dueño de mis actos, me hubiera largado de la sala dando por comprendida la obra entera, sin necesidad de sufrir incomodidad, aburrimiento y frío durante las dos horas siguientes. En esa frase quedó resumido todo cuando conseguí entender de Esperando a Godot la noche de su estreno.

         Los espectadores se removían, inquietos, en los asientos, cada minuto que pasaba más incómodos. El relente atravesaba los abrigos y se alojaba en los huesos. Y las réplicas se sucedían unas a otras sin añadir nada al conjunto. Una conversación teatral que se parecía como dos gotas de agua al devanar la lana que hacía por las tardes mi abuela junto al fuego, solo que sin chimenea. Al llegar el entreacto, salimos corriendo al patio a encender un pitillo con el que calentarnos las manos y los pulmones. Pero cuando sonó el timbre para volver a entrar la mitad del público se había evaporado como por arte de magia. Al apagarse las luces sentí un deseo casi irrefrenable de levantarme y salir corriendo, que retuvo el comentario entusiasta de quien me había invitado: «Qué inquietante todo, ¿verdad?». Después de aquella noche no volví a coincidir con mi colega. Nunca quise saber nada de él. Supe que era profesor de instituto y durante años pensé que el suplicio se lo tenía merecido por haberme hecho pasar por aquello, a mí, que deambulaba tan feliz aquella noche por el bulevar Raspail. Luego, cuando mis artículos sobre el teatro de Samuel Beckett empezaron a darme notoriedad y el haber asistido al estreno de su obra capital le proporcionaba una legitimación inapelable a mis opiniones, conseguí anular por completo de mis recuerdos a mi acompañante. Así empezaba uno de aquellos textos que firmaba en mis días de gloria: «Tiritando de emoción, una noche de enero, sin nadie que se atreviera a acompañarme, con el corazón en un puño, me aventuré a asistir al estreno del escritor que amaba casi desde que había aprendido a leer». Es el tono con el que uno se hace valer en el mundillo cultural y académico, lo que los demás quieren leer de uno, no la verdad. La verdad, ay, la verdad dice siempre «Vámonos».