En el refectorio del convento de
las clarisas las paredes piden por activa (Silentium)
y por pasiva (Audi tacens —escucha lo
que calla—) aquello que la plaza ofrece como si la ciudad, a su lado, no
existiera todavía. Un mosaico decimonónico en el arco de entrada al recinto lo
anuncia: «Caserío de Pedralbes». Su planta cuadrangular hasta parece que se
mantenga a propósito alejada del Monasterio, que establece su propio vacío
alrededor: una escalinata monumental que salva el desnivel de la ladera, su amplitud, una rústica calleja ahora ya deshabitada. La plaza solo muestra
lo que la ensimisma: siete cipreses, algunos bancos de piedra y un dadivoso
almez que, en los días soleados de invierno, cuando ha perdido el tupido manto
verde que nacerá en primavera, dibuja sombras fractales sobre los parterres de
hierba con problemas de calvicie y sobre la arena de lugar antiguo.
Como de
otra época es igualmente el leve abandono, la soledad propicia, una impresión que
reconoce solo el presente, aquel «Fin del sueño: / Plaza sin caballo» —indemne
al futuro y desentendida del pasado— que acertaban a señalar dos versos de
Rafael Pérez Estrada. También fue el poeta malagueño habitante de esta plaza en
diversas ocasiones. Alguna diurna, para visitar la iglesia y, en el extremo de
la nave, la humilde ventanilla que conectaba con la clausura; pero la mayoría
nocturnas. En sus múltiples visitas a la ciudad, cuando tras la cena la
insistencia de luces y algarabías le desazonaba con su desmesura de tiempo
inexistente, me pedía que fuéramos a la plaza de las monjitas, donde la noche recobra su corporeidad de presente,
sin importarle de dónde procede o hacia dónde conduce. En la plaza, cinceladas sobre
los muros de piedra del silencio, las palabras reposan sobre la certeza de
sus significados.
Cuando
camino por el empedrado de la calzada compruebo que es el único espacio de la
ciudad cuya piel no he visto mudar. Se mantiene idéntica a como era hace décadas,
cuando por alborotados que llegáramos, muchachos que venían huyendo de la
escuela, lo solitario del paraje nos sosegaba de inmediato. Es posible que
subiéramos y bajáramos un par de veces las escaleras, persiguiéndonos y acaso
dando algún grito. Por desfogarnos. Pero pronto el silencio nos vencía y, sentados
alrededor de las carteras amontonadas en el suelo, nos adentrábamos en el
sinuoso juego de las confidencias. Quizá ahora sea también igual a como era siglos
atrás. No parece que la plaza sea un espejo de semblantes, sino de la
conciencia. En su contemplación no se progresa ni se envejece. Uno percibe solo
lo que permanece de sí mismo desde la adolescencia. Breve revelación.