El mapa más antiguo que se conserva de Barcelona lo dibujó alguien tres décadas después de la muerte de Juan Boscán (1492-1542). Se trata de una lámina blanca en la que parece que un niño con buen trazo hubiera dibujado el perfil de las iglesias y su hermano menor hubiese rellenado los vacíos con rayas. Así se ven las calles, como tachaduras. En una de ellas, a saber cuál es en el plano, tenía Boscán su casa, que ya había pertenecido a su abuelo. Por la calle Lledó no solo caminarían él y su magnífica esposa, Ana Girón de Rebolledo, que con el tiempo mandará imprimir el libro de poemas más importante del siglo XVI, sino también Garcilaso de la Vega durante sus estancias en la ciudad, en 1533 y 1534. Cuando la derribaron para construir pisos, en el XIX, a alguien se le ocurrió la feliz idea de rescatar unos rosetones de terracota que lucía la casa de Boscán y colocarlos como decoración en los pilares del nuevo edificio. Los admiraba con frecuencia en el interior de un espacio para personas mayores que patrocinaba una Caja de Ahorros, que ahora le ha cedido el local a un oscuro negocio de baños y termas, cuyos vapores de agua acabarán en poco tiempo con los rosetones, cuya terracota parece recitar, bajo las estridentes luces de reclamo, los versos de quien fue su dueño: «Paso mi vida lo mejor que puedo; / en esto podéis ver cómo la paso: / de un triste pensamiento en otro paso, / mortal priesa me doy para estar quedo».
Fue Juan Boscán caballero de talante
melancólico y reflexivo. «Hombre tan triste, tan cuitado y tal, / no ha de ser
reprendido, / ni tener puede méritos ni culpas», dice de sí mismo en una
«Canción». Quizá alguna mañana saliera de la muralla barcelonesa «a pasearse
por la playa armado de todas sus armas», como don Quijote, y tal vez recorriera la insalubre marisma —una manga
de tierra que se adentra en el mar formando un cabo que los cartógrafos del
XVII dibujan yermo— donde ahora una plaza recuerda solo su oficio y apellido,
extramuros de la que fue su ciudad. Se
dice que apreciaba tanto la urbe como el campo. La Barceloneta, campo hoy urbanizado, hasta lo acoge con ciertos honores de
centralidad. Una remodelación reciente unió la suya a la plaza de la Fuente y
el mercado formando un espacio abierto y céntrico. No siempre ha sido así. La plaza
estaba en las traseras de San Miguel del Puerto, y otrora fue su cementerio,
luego el patio de un colegio y más tarde una pista polideportiva donde jugaban
al fútbol los niños de la Barceloneta por la tarde y los jóvenes sin demasiado
futuro por la noche. Pero en ningún momento los vecinos se refirieron al poeta al
nombrar su lugar de memoria. Para todos, aquel emplazamiento era, y sigue
siendo, «La Repla».
Que la ciudad lo reconozca y al mismo tiempo
prefiera olvidarle forma parte de la experiencia de cualquier barcelonés, pero
ninguno lo ha expresado de modo tan claro y lúcido. En la «Ocatava rima», un
extenso poema en octavas reales, confiesa que hay grandes metrópolis «pero
entre estas ciudades la ciudad / que más es de mi gusto es Barcelona», dando
argumentos que se sostienen en el tiempo, como su carácter mundano y
cosmopolita («Y dile más, mujeres tan hermosas / que vuelan por el mundo con
sus famas, / dulces, blandas, discretas y graciosas». Basta continuar la
lectura unas estrofas adelante para ver completa la confesión: «Esta ciudad de
mí tanto querida / después que con mis largos beneficios / entre todas se haya
ennoblecida / acuerda de hacerme deservicios / y así perversa y mal agradecida
/ inventa contra mí mil maleficios…». Poeta Boscán —¿cuál era tu nombre?— con
una plaza en un descampado, junto al cementerio. En la marisma.