Desde hace treinta (o quizá sean
cuarenta) años uso la misma marca de champú. Cuando empecé a comprarla era un
producto novedoso, luego dejó de serlo, claro, pero no sentí ningún impulso por
sustituirlo por otro nuevo. Ni siquiera me resistí, ni se me pasó por la
cabeza. Funcionaba bien. La verdad es que en estas décadas no ha cambiado
demasiado, ni el diseño, ni el bote. Pero, de repente, en el estante donde lo
suelo encontrar en la tienda descubro un formato innovador de champú, propuesto
por la misma marca. En lugar del líquido embotellado en el plástico habitual, una
pastilla. Envuelta en papel. Una pastilla de champú con una especie de manopla
de rejilla, de las de toda la vida, para facilitar su uso sobre el cabello. Una pastilla como las que se
usaban para el jabón convencional antes de que se decidiera que los envases de
plástico molaban más. Ahora se
descubren algunos aspectos no demasiado simpáticos de la modernidad plastificada
y la respuesta ingeniosa es una pastilla de champú. Un volver al pasado para
progresar. Quién se lo hubiera dicho, tan moderna como se sentía la época
apretando el bote.