La
túnica civil fue un gran invento cultural de Grecia. Los griegos, enamorados de
la civilización, se encontraron ante una difícil disyuntiva. Creían que la
desnudez era un signo salvaje, propio de pueblos incivilizados y épocas anteriores.
Pero les encantaba la desnudez. Los atletas desnudos, los guerreros desnudos,
los filósofos desnudos. Incluso Praxíteles tuvo la audacia de esculpir, por
primera vez, una mujer desnuda de las dimensiones de una mujer: La «Afrodita
del Gnido», que abrió las puertas de par en par a un fértil género escultórico.
En el arte no fue difícil superar la paradoja: la destreza técnica y la
perfecta expresión de lo bello dotó al desnudo de civilización, permitió que se superara y olvidase su origen agreste.
¿Y en la vida? Ahí es donde aparece el protagonismo de la túnica y de sus
pliegues. El oxímoron perfecto: la desnudez vestida y el vestido como imagen
del desnudo. Tela por fuera y desnudez por dentro. Ante la mirada, la túnica
viste el cuerpo que se imagina desnudo. Los griegos inventaron eso que la
civilización sigue amando tanto: los espejismos. El descubrimiento griego es el
cuento del Rey Desnudo pero al revés: todos van vestidos con túnicas, pero solo
se contemplan como cuerpos desnudos. Voy por las calles veraniegas y reconozco
qué cerca de esta época siguen estando los griegos en el arte de la
tergiversación.