16, domingo. Mayo. Plaza de la calle de la Marquesa

Hay un aforismo del poeta José Manuel Benítez Ariza que parece escrito a propósito para este espacio: «La soledad: esa plaza bien soleada a la que otros se asoman y la creen vacía, cuando lo cierto es que es la propia plaza la que se llena de sí misma». El «vacío» de este lugar no es solo físico, sino quizá también metafísico: la única plaza de la ciudad que no existe en ningún mapa. Carece de nombre. Aunque posea todos los significados que permiten identificarla como plaza: un rectángulo perfecto inscrito en el trazado de las calles, subrayado por un marco de jacarandás a cuya sombra reposan algunos bancos; no muchos, tal vez, para subrayar su condición de solitaria. Y en medio, una fuente. Una fuente corriente, sin más entusiasmo decorativo que el estilo municipal, pero centrada sobre un óvalo de losas claras. Una plaza llena de sí misma, pero vacía de nombre.

         Me pregunto, en esta plaza a la que solo está mirando un soso edificio de Aduanas, de qué está llena. Enseguida me he dado cuenta de que me gusta pasear por ella porque conserva el adoquinado antiguo, el que cubría la ciudad cuando era un niño. Un empedrado odioso porque obligaba a ir dando saltos a los automóviles, que prefieren la uniformidad del asfalto de carretera. El adoquinado, que es el pavimento propio de las ciudades, transmite a las plantas de los pies la irregularidad de su hechura convexa, y a los ojos la locuacidad de la piedra, aunque talladas iguales, cada una refleja la luz de manera diferente a las demás. La plaza que hay en la calle Marquesa está llena de pasado. La propia fuente también lo ensalza. Y la acera del tramo longitudinal que no está flanqueado por vía de tránsito, sino por el lienzo de un edificio, está cubierta por las losas cuadradas de piedra blanca que antiguamente pavimentaban las aceras, y en cuyas ranuras asoma cuadriculadas hileras verdes de hierbas y maleza en miniatura, signo de que ya no se transitan.

         Proporcionan los jarcarandás una sombra desordenada en verano, por la que es difícil transitar dada la escasa altura de las copas, y en su frondosidad pintan la plaza con un matiz oscuro y grave. Su esplendor, que lo tiene, es efímero. Apenas dura un par de semanas en la segunda quincena de marzo, durante el florecimiento de los árboles. Una luz morada invade el aire y también el adoquinado, que se transforma. Los pétalos caídos parecen reflejar, desde un estanque misterioso en el que se hubieran convertido las piedras, las ramas florecidas. Nombre no lo tuvo nunca, pero sí función. Cuando la estación que está enfrente, en su costado oeste, era la estación central de la ciudad y no una parada urbana más, en sus bancos se acomodaban viajeros al cuidado de maletones sujetos con cuerdas aguardando que colocaran en la vía correspondiente el tren indicado en los billetes que sobresalían en el bolsillo de la camisa. Esta pequeña y grata plaza era solo un momento en la espera. Cuando los vagones empezaban a temblar y los herrajes a gemir bajo los asientos de segunda, nadie iba a recordar el trago de agua bebido en su fuente. Este es el nombre verdadero de esta plaza: Olvido. Esa plaza que se abandona para partir hacia otro destino.