Nunca
la he llamado así. Se lo pusieron en 1992 en honor al centenario de la primera
directora de escuela que tuvo el distrito de San Andrés del Palomar, Montserrat
Roca i Baltà, que había nacido en 1892 en Cuba y murió en 1982, época en la que
mis amigos y yo visitábamos su plaza antes de que existiera. No recuerdo que tuviera
otro nombre. Tampoco lo he encontrado en los mapas. Que fuera una plaza
fantasma se acerca más a mi evocación que lo que ahora veo. Una placita muy
bien cuidada, con un parque infantil en forma de media luna, alfombrado con
tartán rojo y acotado por una cerca de cilindros metálicos. Aire joven y moderno,
en un barrio envejecido de calles estrechas y casas de planta baja.
Es una plaza triangular, fruto del
desdoblamiento de la calle Virgilio, que a su vez se origina en el
desdoblamiento de la calle Segre. Por debajo de este galimatías urbanístico se
percibe el rumbo de los caminos de la antigua villa rural absorbida por la
ciudad, cuyo ordenamiento dejó triángulos perdidos para la construcción de
casas y edificios. Ni siquiera estoy seguro de que nadie la pensara como plaza.
Parece parte del ensanchamiento que requiere un desdoblamiento de caminos,
acaso simple explanada para el descanso en las rutas de carruajes.
Diría que han plantado más acacias. O
que han plantado acacias. No reconozco tanta frondosidad. En los años ochenta
era lo más parecido a un baldío de frontera. Tres o cuatro bancos rotos y los mismos raquíticos arbolillos.
Suelo de arena. Nada más y nadie más. Una excelente razón para que un grupo de
jóvenes pasara las horas, inadvertido. «Un campo llano muy tranquilo o más bien
un campo a punto de convertirse en ciudad», escribe tras un paseo por las
afueras Virginia Wolf un día de octubre de 1917, en su Diario, y algo parecido podría haber escrito en el mío sobre una de
aquellas tardes, en particular de 1978. La soledad del lugar resultó propicia
para que nos sentáramos en un banco, en esta ocasión sin otras compañías. Las
circunstancias del encuentro posiblemente fueran premeditadamente casuales. Ambos
éramos estudiantes, con horario de no tomárselo demasiado en serio. Hablábamos.
Nos habíamos conocido unas semanas antes. Reíamos. Íbamos intimando entre
juegos de palabras. La tarde avanzaba ya con alguna prisa por extender sombras.
Quizá fuera octubre. Y tampoco circulaban muchos coches por la calzada. Después
del primer beso, aquella tarde, que debió de ocurrir como en las películas, un
significado obvio para una forma de mirarse, la plaza sin nombre y sin nadie,
otras tardes, se fue convirtiendo para nosotros dos en una habitación propia.