2, martes. Marzo. De profes bordes y alumnado guay

Una noticia, esparcida a bombo y platillo por la prensa, sobre la acusación de «abuso de poder» de un grupo de alumnos de teatro a uno de sus profesores ha coincidido con la visión de una película reciente, «La profesora de piano» (2019) del director alemán Jan Ole Gerster. Y ambos hechos entreverados, dan qué pensar.

   El cine ha consolidado la imagen convencional del profesor déspota, con frecuencia altivo, egocéntrico y cruel. De hecho, ni siquiera importa la carrera por presentar un personaje cada vez más despiadado, que es el único rasgo donde una cinta puede lucir originalidad. Las películas de danza, por ejemplo, no se entienden sin esta figura desalmada. Frente a ella, también las cintas compiten por dibujar un discípulo lo más desamparado posible (lo más cuculi). La película que tal vez sea el canto del cisne de este mito moderno es «Una razón brillante» (Le brio, 2017), del francés Yvan Attal. No pueden hallarse en polos más opuestos de las sociedades del presente el displicente y racista profesor Mazard y su alumna emigrante Neïla Salah. Su final, sin embargo, confirma la expectativa común: a pesar de ser antagónicos en todo, ambos comparten, sin saberlo, un valor superior: el aprendizaje, que es el triunfador absoluto en este combate desigual —en el que, por cierto, el profesor soberbio siempre tiene las de perder ante la ineptitud, que puede ser enorme, pero mayor es su juventud—.

       Es más fácil comentar películas que noticias de prensa huidizas. En este caso, lo único que resulta interesante subrayar es que la acusación de «abuso de poder» se produzca ahora. Generaciones de alumnos de teatro, de danza, o de cualquier ámbito, han padecido un profesorado insufrible al que jamás acusarían de «abuso», porque (creo) la mayoría les agradece en el alma —como Neïla Salah al final de su película— el suplicio cuya superación les ha ayudado a brillar en sus estudios. Pero algo ha cambiado en el relato del aprendizaje. Los alumnos se rebelan contra el profesor difícil y a las exigencias de profesoras y profesores de piano se les atribuye ahora no solo el fracaso de un discípulo, sino la perpetuación del fracaso como germen en la enseñanza de la música. Si a esta coincidencia se suma la campaña promovida por diversos frentes institucionales para Cambiar el bachillerato y adecuarlo a la época (lo que, según tengo entendido, no significa hacerlo más competente), en seguida se comprenderá que algo sí ha empezado a desmoronarse.

    Que cambien los principios míticos de la enseñanza es una consecuencia obvia, pues la práctica de la obtención del conocimiento ha cambiado ya, en poco tiempo, de la noche al día. De igual manera que los mitos del trabajo alienado («Tiempos modernos», 1936) han pasado a las vitrinas de los museos desde la implantación de los robots en las cadenas de montaje, el mito del profesor arrogante (pero también el del profesor entregado y hasta del simpático) ha quedado solo como un mero estorbo frente al aprendizaje en el autoservicio de la tecnología. O peor, como el mayor impedimento para que cualquiera alcance el éxito personal (cuyo precio, por cierto, ha caído en picado al ser desplazada la excelencia por el efectismo). Antes niñas y niños querían ser de mayores maestros, ahora prefieren ser influencers.