Creo
que nunca he llamado a esta plaza por su nombre. No es que no lo recuerde, no
lo identifico. Siempre había sido el
descampado. Para la dimensión de las calles que entran y salen, posee medidas
más que holgadas, grande incluso. Se podría afirmar que es un magnífico
rectángulo. Hoy está enlosada, con bancos diseminados por todas partes, en orden
no euclidiano, y multitud caótica de frondosos arbolillos. Tampoco la
identifico con este aspecto moderno y elegante. Alrededor del empedrado de las
calles, era un simple desierto en miniatura con arena y piedras.
Antes había sido, a principios de
siglo, la plaza de Levante y estaba dividida en cuatro plazuelas para que los
vehículos la cruzaran por el centro, pero cuando correteaba por ella ya
mostraba su condición esteparia y se llamaba como uno de sus ilustres habitantes,
el musicólogo Pena. Otro vecino del lugar, con el que sin duda tuve que
cruzarme muchas veces, pues acudía con frecuencia al bar de la plaza, fue el
poeta Joan Vinyoli. Al que leí muchos años después. En la época en la que
jugaba en la plaza, Vinyoli tenía la misma edad que tengo ahora yo. En uno de los
poemas que escribió entonces, a principios de los setenta, dice: «Apenas busco
/ consolarme del hecho de ser un cobarde / creyendo que todo ocurre en un mundo
/ diferente del mío». No veo mejor definición para esta plaza, la suya y la
mía, para ambos discreta y solitaria, ahí acudíamos los muchachos del barrio para
vivir una vida que creíamos diferente de la que ya era nuestra vida.
Si tuviera que darle nombre la llamaría
la plaza de las Cicatrices. Por ser tan larga, las lluvias cavaban hoyos y
zanjas sobre su superficie, y el viento descarnaba las piedras, y sobre aquel
campo agreste botaba la pelota que perseguíamos en un inacabable partido donde
cada caída dejaba, igual que el tiempo sobre el erial, una mancha de sangre y,
más tarde, una obtusa escritura sobre la piel cuyo significado desmiente la
cobardía atribuida a los idealistas.