La
de Sant Joaquim es una plaza tímida. El portugués tiene un término para este
tipo de plaza, que denomina «largo», traducido por anchura, o mejor, ensanchamiento.
Desciende Vallirana con su extensión de calle orgullosa de su medianía y por
dos veces el trazado rectangular se amplía un poco para formar sendos
cuadrados. Dos plazas gemelas. La segunda es la Mañé i Flaquer. Ni siendo dos
se las oye. La de Sant Joaquim es silenciosa. Carece de tránsito. Solo la cruza
de vez en cuando alguna furgoneta blanca de reparto. En una de las cuatro
esquinas hay un bar con terraza y leve murmullo. Gente que sube y baja con cara
de ir a alguna parte, menos yo, que me gusta andar de paso. De paseo. Mirarla
de soslayo, para que no se ruborice si la observo. Hasta tuve que esconderme
tras el almez invernal, sin hojas, para fotografiar su nombre con discreción y
distancia.
La timidez de la plaza es urbanística.
En un plano del municipio de San Gervasio, de 1895, dos años antes de ser
absorbido por la ameba gigante barcelonesa, veo su trazado decimonónico de
barrio periférico, el de Farró, en el extremo oeste de la antigua villa. La de
Sant Joaquim aún no está formada como plaza; su gemela inferior, sí. El lateral
del este queda por construir; unos metros más allá, el arroyo que baja
parlanchín desde la colina del Putchet.
Un siglo y pico después mantiene este antiguo barrio el dulce rubor provinciano. Edificios de una elegancia humilde, decorados con el vestido de acudir el domingo a la iglesia. La ciudad lo rodeó con avenidas casi amuralladas por el tráfico y las construcciones hiperbólicas, pero en el interior ha preservado su carácter. Me desvío con frecuencia para atravesarlo. La levedad de la plaza San Joaquim —cuando uno se da cuenta, ya la ha dejado atrás— tiene la belleza de una rima de Bécquer, se memoriza sin esfuerzo y aunque dice bien poco y parece que ande entre susurros, siempre significa.