29, domingo. Noviembre. Genealogías



Andrea me escribe desde San José, Uruguay, divertida con la coincidencia de nuestros apellidos. Por raro que parezca, hay zonas donde abunda. Aunque algo me alerta. Nunca he tenido noticias de mi familia paterna, emigrada a Uruguay, a diferencia de la materna, en la que nos tratamos hasta primos en tercer grado. Con solo intercambiar un par de datos, la broma («seguro que algún parentesco hay por ahí perdido») se convierte en real. El padre de Andrea y el mío son primos. Nuestros abuelos, lo descubrimos con alegría, hermanos. Los mismos bisabuelos, Patricio y Josefa.
     Mi abuelo paterno, Cirilo, nació en Roa (Burgos), en 1895. Lo veo en su DNI, que conservo. Me lo traje cuando falleció mi abuela Albina, unos años después de su muerte. También me quedé con unas gafas sin varillas y funda de madera, un termómetro de horno de pastelería y objetos que deslumbraron al adolescente que subió al desván a la mañana siguiente del entierro. Mi herencia.
     Del abuelo Cirilo tuve otros regalos. La palabra «polenta», por ejemplo, con la que denominaba las natillas del postre que yo no sabía dejar de comer mientras él me alentaba, de niño, a que limpiara el cazo. Alguna noche acabó en cólico, pero eso se olvida en cuanto se cura. El sabor de la polenta permanece décadas.
     Recuerdo la peripecia biográfica de mi abuelo no sin cierta aprensión. A una edad en la que hoy sería considerado un niño, con unos diez años, salió del pueblo, dejó a sus padres, cruzó la península y embarcó rumbo a América junto a un tío suyo que emigraba. Debió de ser hacia 1905. Un viaje que duraba meses de penalidades. En Uruguay, en el interior, vivió veinte años de su juventud, años que se han quedado sin testigos ni crónica. Y del que solo contó un único acontecimiento. Acarreando piedras en la llanura, hizo un feo el carro, volcó y una piedra se le clavó en el pecho. Lo dejaron por muerto en mitad del camino. No escribo esta frase sin sentir vértigo. Quién le mandaría a mi abuelo emprender en la niñez un viaje tan incierto, dedicarse a un oficio tan peligroso, rozar el final con tanta precipitación. Ignoraba lo que se estaba jugando entonces, que no era solo su vida, sino también el hecho de que pueda estar ahora yo contándola.
     Unos gauchos le recogieron. Le cuidaron en una cabaña. Le dieron de beber su propia orina. Era lo que mi abuelo le contaba a mi padre, y este me contó a mí. No sé hasta dónde llega lo real y empieza el mito. Lo curaron. Pero debió de asustarse y de nuevo dejó a la familia que le había acogido y embarcó ahora camino de regreso. Veinte años después, hacia 1925. Posiblemente invirtió todo lo que tenía en pagar el pasaje.
     Sin aquel viaje de vuelta, tampoco yo estaría aquí ahora sentado escribiendo. Impresiona ver cómo se va entrelazando lo que ahora se denomina pasado, pero entonces se conocía solo con la incierta mención de futuro. La tarea de regresar tampoco le resultó sencilla. Para alguien que había superado los veinticinco años no quedaban solteras en el pueblo. Y era esencial que Cirilo estableciera alguna relación para que muchos años después hubiera un José Ángel. Ahí aparece, como por arte de magia, Albina. Viuda temprana con dos hijos, chico y chica. A mi tío, el mayor, le conocí de niño. Era un cabezudo de la fiesta popular y una tarde de desfile me llevó junto a él bajo la túnica que cubría la enorme cabeza. Un privilegio familiar. Se casaron. Cirilo no debía de tener mucho patrimonio, pero Albina sí. Del matrimonio nació una niña, mi tía Germana, y dos años después, un niño. Mi padre. Respiro, por fin. Ha sido tan laborioso alcanzar este punto que no me queda más remedio que decirle a Cirilo: abuelo, qué mal me lo has hecho pasar, tantas veces has puesto al filo del acantilado mi vida que ni yo mismo sé ahora cómo he llegado a nacer.
     No se recuerdan fotos de mi abuelo joven. En la más antigua que conservo tenía la misma edad que yo ahora. Eso también me asusta un poco, Cirilo es ya un anciano. Se abrocha el último botón de la camisa, sin corbata. Tiene la tez morena, quemada por el sol de los campos, grandes mejillas un poco caídas y la frente surcada por múltiples arrugas. Los ojos de color claro son marca de la familia, los patiches. Contemplo una foto de su hermano Teodoro joven, el abuelo de Andrea, y me hago una idea de cómo debió de ser en su juventud. Los dos hermanos se parecían mucho. También lo estoy viendo ahora, con sesenta y cinco años, el día de mi bautizo. Mi abuela Albina mira a la cámara entregada, conmigo en brazos y yo con los ojos de par en par, pero Cirilo aparece en la fotografía de perfil, como distraído de lo que está ocurriendo, con la mirada perdida en un incógnito fuera de campo. Aunque en aquel momento se acababa de cumplir el propósito más importante para mí, mi abuelo, pieza imprescindible en esta trama, seguía absorto, sin importarle demasiado cuanto ocurría alrededor. Seguro que estaba buscando un lugar donde fumarse un pitillo en paz.