A veces me entretengo buscándoles trabajo contemporáneo a los clásicos. A Eurípides, por ejemplo, le iría como anillo al dedo un puesto de asesor de presidente, o presidenta, de gobierno. O de jefe de la oposición, da igual. Les escribiría unas réplicas oscuras y perversas para sus reuniones secretas. Aunque, si lo pienso un poco mejor, creo que a él no le convencería el hermetismo de su cometido. Creo que preferiría ser productor de TV5. El teatro clásico griego no solo nos dejó autores memorables, sino modos diversos de comprender el mundo. Esquilo, por ejemplo, llevó al teatro sus obsesiones y experiencias como hombre sabio que ha obtenido el conocimiento que dan las guerras, sin que le importara demasiado el público al que iban destinadas sus obras. Sófocles, por el contrario, sí pensó en la audiencia, un ente al que era necesario entrenar para que supiera interesarse por los conflictos más abstractos de la mitología, algo que logró con creces. Sófocles creó un público capaz de comprender los vericuetos del alma humana. Y Eurípides, al cabo, desde el principio le dio a la audiencia exactamente lo que quería ver. Igual que hacen tantos políticos, tantos escritores y tantos canales de televisión. Fue el artista a la medida de los deseos de un público. De hecho, continúan siendo los tres caminos posibles de la creación frente a la sociedad. A mí me gusta pensarme entre los herederos de Esquilo, con la diferencia (trivial) de que nunca consigo interesar a nadie en aquello que me interesa.