La calle Petrarca, en Barcelona,
es una vía estrecha, arbolada, con coches aparcados a ambos costados, que hace
de frontera entre dos barrios: uno antiguo, Horta, y otro de aluvión,
Vilapiscina. Aún queda a la vista la piedra de alguna casa solariega del
extrarradio de Horta, frente a los bloques de viviendas sin ningún gusto de
épocas más recientes. En mi juventud iba de uno a otro barrio con asiduidad y muchas
veces lo hacía por Petrarca. Para mí, antes que un poeta, había sido el nombre
de una calle. O mejor, un tránsito.
Me
hubiera gustado explicar a continuación que me hablaron de Petrarca en los
cursos de literatura española de la facultad de Filología, pero si lo hicieron,
aquel día falté a clase. Sí recuerdo el curso de italiano, en segundo,
donde empecé a darle contenido a la calle por la que tantas veces pasaba. Nuestro
profesor de italiano era un formalista feroz. Tiene un libro sobre San Juan de
la Cruz que parece un tratado de matemáticas. Lo escribió mientras nos hablaba
a nosotros de poesía medieval italiana, del Dolce Stil Novo y de Petrarca,
aunque tengo la impresión de que odiaba dar las clases tal como las impartía:
figurativas, descriptivas y hagiográficas. Pero gracias a ese esfuerzo (y a la traición
a sí mismo) prendió mi devoción por la poesía italiana.
Un
día con el mismo nombre que hoy nació Francesco Petrarca en Arezzo. Y un día
como ayer falleció en Padua. Solo Petrarca podía haber dejado las fechas vitales
de un modo tan perfecto: el aniversario de su nacimiento es el posterior al de
su muerte. Invirtiendo la lógica existencial. Esa fue la clave secreta de
Petrarca. Invertirlo todo. Fue un escritor en latín, laureado en su época, que para
sí mismo (y para la posteridad) escribía en florentino. El orden siempre apunta
hacia el corazón. Fue el más intenso amante de su época, y maestro de los amantes
que le sucedieron, pero a diferencia de todos los demás su amada jamás lo supo.
La amó en vida y la amó aún más cuando la peste le arrebató su cuerpo.
En un
mercadillo de libreros de viejo encontré la edición de las Rime… con l’interpretazione di Giacomo Leopardi (4º edición, de
1854). Al pie del soneto XXXIII, Leopardi escribió este comentario: «Se
maravilla el Poeta de cómo su amor, por exceso de vehemencia, permanece casi
estúpido e inepto en el momento de intentar cualquier cosa para lograr su propósito». Así
mismo me siento ahora, un inepto estúpido, tratando de escribir algo sobre Petrarca
que no resulte trivial. Para recordarlo hoy —hace años que no paso por su
calle, ahora lo lamento— solo se me ocurre apuntar una incógnita. Si por un
infortunio se hubiera extraviado el manuscrito de su diario poético, Rime in vita e Rime in morte de Madonna
Laura, la poesía posterior (Garcilaso, Quevedo, Shakespeare, Ronsard…)
¿cómo hubiera sido? Ningún poeta se parecería a la obra que se reconoce como
suya y tanto le debe. Tan frágil es la tradición cuya fortaleza nos asombra.