23, lunes. Marzo. Maneras de establecer distancia



Los colaboradores radiofónicos exprimen bibliotecas, archivos o Wikipedia en busca de precedentes del confinamiento. Desde los históricos a los cinematográficos, todo sirve. Desde Simón Estilita hasta la voz de E.T. La erudición como consuelo.
    Mi amigo Sergio Gaspar, poeta, se acuerda de Segismundo encadenado: «Ahora sé los peores padecimientos de Segismundo: no poder ir al peluquero ni al podólogo», me escribe en un correo electrónico. En cuanto se detiene el tiempo acelerado, vanguardista, aflora el tiempo clásico: la vida que reescribe el mito como forma de proporcionarse hondura, o si no, al menos, relieve.
    Me acuerdo entonces de la gran confinada, por voluntad propia, de la poesía: Emily Dickinson. Redujo su experiencia a las dimensiones de su cuarto, en el piso alto de una casa de dos plantas rodeada por una generosa naturaleza y encarada a la calle mayor de una localidad, Amherst, en el centro de Massachusetts, acaso también del Universo.
    Uno de sus admiradores, corresponsal paciente e incluso prólogo de enamorado, cuenta que en la última de sus visitas no consiguió ni siquiera hablar cara a cara con ella. Desde el pie de la escalera le gritaba por el hueco y desde arriba le llegaba la voz de Emily.
    Sus biógrafos exaltan lo apreciada que era en la comunidad la repostería que Emily horneaba en la casa de Amherst. Los agraciados iban a buscar los pasteles al caer la tarde a la casa de paredes ámbar. Emily los colocaba en una cesta a la que ataba una cuerda y deslizaba los dulces amorosamente desde la ventana alta.
    El siglo XX supo descubrir en su poesía un extraño y fascinante universo personal, pero nada permitía intuir —eso que solo les ocurre a los clásicos— que el nuevo siglo, el XXI, descubriría en el confinamiento de Emily Dickinson un excelso modelo de comportamiento ante pandemia vírica. En  aquel tiempo no había coronavirus, claro, pero es posible que existieran otros filamentos malignos de los que también conviene evitar contagio: la estupidez, la agresividad, la ignorancia o la insensibilidad.