1, domingo. Marzo. Enfermedades del lenguaje



Al caminar por las calles, sin pretenderlo, se suelen oír frases entrecortadas que se dicen los transeúntes. Me acuerdo entonces del compositor norteamericano Charles Ives, a quien le gustaba tejer las piezas con jirones musicales variopintos. Siempre he pensado que se podría componer así un poema sinfónico, con las frases oídas al azar. Es un lindo proyecto, como todos los que nunca se llevarán a cabo. De hecho, al llegar a casa ya las he olvidado. Solo dura lo oído unos instantes en la mente. Hoy, sin embargo, lo escuchado ha seguido coleando todo el día hasta que, ya por la tarde, me he sentado a escribirlo.
    Domingo, temprano. De camino a la panadería paso junto a una pareja que está parada en mitad de la calle. Como desorientada. Ventipocos años, aire informal. El joven mira el móvil con obstinación y ella contempla el vacío en las aceras. No sé qué buscan, pero en cuanto les oigo hablar lo comprendo. Un local para el desayuno, algo propio de la hora. Me entretengo a observar su pelo, un poco revuelto, esta mañana desde luego no ha sido lavado. No vienen de casa, como yo. En fin, ya sé que no sirvo para detective, así que me conformaré con la filología. Las frases que oigo: «Yo quiero un lugar que tenga terraza», dice él. «Yo también», dice ella.
   Me sorprende que ante las múltiples posibilidades que ofrece la lengua para transmitir este mensaje hayan elegido la que han pronunciado. Y no otras. Por ejemplo, podría haber dicho él: «¿Te apetece un lugar con terraza?», una pregunta con una implicación de cortesía hacia la otra persona. O, mejor, «¿Y si buscamos un lugar con terraza?», ya en un nivel superior de implicación, al sugerir que los dos hablantes forman una unidad que el lenguaje distingue con la primera persona del plural.
  Pero él dice: «Yo quiero…». No soy partidario de la sociología, ni la barata de las charlas de barra de bar, ni la cara de los estudios estadísticos, luego no veré detrás de esta frase ningún signo de comportamiento. Elegida así para expresar tal contenido en determinado contexto, me parece solo el fruto evidente de un empobrecimiento radical del lenguaje. Más, de una cosificación del lenguaje. Y, aunque sea de modo latente, de la deriva hacia su formalización. Cada cosa con su término de expresión: «yo», porque yo hablo, «quiero», porque yo quiero, etc. Un lenguaje cada vez más ajeno al juego («¿te apetece?») y a las connotaciones («¿buscamos?»), incluso cuando resultarían ideales en el caso de que se tratara de una pareja de enamorados. Pero sale vencedor, una vez más, un lenguaje máquina, sin escrituras implícitas. El lenguaje de nuestra época. A veces suena ofensivo, pero solo es autoinmune: se destruye a sí mismo.
    Los dos jóvenes arrancan a andar a mi lado, pero como son más ágiles en seguida me rebasan. Caminan separados. Pero un poco más adelante, veo cómo ella, con sutileza, desliza su mano bajo el brazo de él. Algo es algo, me digo: la kinésica ocupa el lugar que ha perdido el lenguaje en cuestión de connotaciones.