A los poetas del Siglo de Oro uno se los imagina siempre en mitad de una vida ajetreada, llena de actividades ajenas a la escritura. El caso de Lope de Vega resulta ejemplar. Apenas pudo hacer algo con su tiempo que no fuera ensuciarse los dedos con la pluma de cálamo. Solo sus comedias, repartidas por los días que vivió, le salen a una media de doscientos versos. No he hecho la estadística de los sonetos, pero tampoco se queda atrás. Sin embargo, si uno piensa en Lope no lo ve jamás quieto, siempre de aquí para allá, siempre con las manos limpias, cortejando a unas, visitando a otras. Cada poeta del Siglo de Oro tenía una vida en su siglo y otra, que es la que nos ha legado, personal, más obsesión que oficio. Es la impresión que da. En el XVIII ocurre al revés. Los escritores supieron extraer todo el jugo social a su posición. Si escribían o no, no se sabe, pero en lucir galas de homenaje y recibir agasajos eran maestros.
El Romanticismo le dio la vuelta a la imagen de los escritores. Dejaron de tener vida civil para dedicarse en exclusiva a la escritura. De hecho, la mayoría escribió poco. Obras intensas, sí, pero breves. Al peso, una nimiedad. Sin embargo, no es posible imaginar la vida de un poeta romántico sin verlo pluma —mejor, plumilla metálica— en mano. La estilográfica solo llegó a tiempo para los simbolistas. Tal vez por eso mantiene su encanto. Los simbolistas son la quintaesencia de esa concepción de la escritura como don sagrado.
No todos los románticos se llevaron bien con la época, pero ninguno desmiente la trascendencia de su vocación. Fueron hábiles también en cobijar su oficio bajo el amparo de la filosofía y sublimaron la triple asociación que los justificaba: Belleza-Verdad-Bondad (BVB). Ante tamaña idealización, ¿quién no se rinde? Los realistas. Como su nombre indica, bajaron de los cielos la función del escritor y lo pusieron, no a escribir obra, sino a publicar libros. Voluminosos al principio, aunque luego se dieron cuenta de que les retribuía lo mismo uno de cuatrocientas páginas que uno de doscientas. Fueron grandes trabajadores de la escritura, o mejor, buenos operarios. Cobraban por horas.
El siglo XX, cuando lo dejaron actuar las guerras y las posguerras, que en general relegan las ensoñaciones de la escritura al altillo de los trastos inútiles, supo aprovechar las dos enseñanzas del siglo precedente, sabiamente combinadas. A la idea de cobrar por los libros —libros, no obra—, le vincularon la propuesta filosófica romántica, aunque con otra filosofía. Y transformaron la BVB en un trinomio que sirvió para que fueran muchos los escritores que, como había ocurrido en el siglo XVIII, escalaran rápidamente los arduos peldaños sociales: Prestigio-Dinero-Poder (PDP). Escritores tan famosos, ricos y prepotentes en su momento no los ha habido como en el siglo XX. Quizá la imagen aberrante de Cela paseándose por el país con un Rolls Royce, una «choferesa negra» —como la llamaban entonces— y el escudo de una petrolera sea el emblema del PDP; aunque con el tiempo se vea que a muchos les amarillea el papel de ese prestigio. Paradojas de la época: cuando no es necesario imaginarse a los escritores porque salen en la tele, se le ve en tan penosa pose.
El siglo XXI ha arrinconado la literalidad de la «escritura» —de la raíz indoeuropea skrībh, que significaba rayar, arañar— para acoger con brazos abiertos un artilugio cuya concepción implica la sustitución del usuario en un plazo mayor o menor de tiempo. Es decir, los escritores —como ya han hecho los traductores— enseñamos a redactar a nuestros verdugos. Una paradoja que, aun sin producirse todavía —salvo para quienes respondan sus correos electrónicos con las frases de «inteligencia artificial» que les ofrece gratis la cuenta—, ya ha producido daños irreparables en la imagen del escritor. Más profundos incluso que el circo finisecular. Para empezar, ha reducido las trimembraciones filosóficas del pasado a dos elementos. Los centrales, Verdad y Dinero, han desaparecido por completo del horizonte cultural. Y los otros dos se han emparejado, anulándose uno al otro entre los diversos derivados de la Multitud, algo así como: [(Belleza + Prestigio = Todos) + (Bondad +Poder = Nada)]. De modo que la fórmula filosófica que ampara el presente de los escritores sería una suerte de doble binomio TT-NN, que traducido suena a Todos hacen de Todo, Nadie vale Nada.