Dentro de unos meses se acabará el 19, y el que le sustituya será un año redundante. Veinte, veinte. Tal vez por ello me he agarrado al salvavidas del 19 con este diario como quien sabe que no va a acudir nadie a rescatarle, pero cada segundo que se mantenga a flote será un segundo de vida. No es que el 20 traiga malos augurios. En absoluto. Incluso puede que sea un buen año. Para ser mejor que este no necesitará gran cosa. Pero tendrá algo en su contra. Será, digámoslo así, la mayoría de edad simbólica del nuevo siglo. Del XXI. Y le tocará vivirlo a alguien cuya mayor parte de la vida ha transcurrido en otro, el que empezaba por 19.
Acabo de comprar en el mercado dominical de San Antonio un libro publicado en 1914. La cubierta de cartoné con el dibujo de unas flores grabado en bajorrelieve. Un sol irradia rayos amarillos salvando dos recuadros para el nombre del autor y el título, ambos en tipografía Art Nouveau. Un libro modernista. En 1914 el Modernismo estaba en decadencia y por todas partes se apuntaban ya una nueva estética y una tipografía lineal. Es decir, el libro estaba impreso para que lo comprara alguien que hace un siglo tuviera la misma edad que tengo ahora yo. He leído a muchos autores de aquel momento cuyo tema principal era la nostalgia del fin de siglo frente a las desarregladas, violentas y furibundas innovaciones artísticas y sociales del nuevo siglo, el XX. Al leerlos entonces nunca se me había ocurrido pensar que no iba a tardar en encontrarme en las mismas circunstancias. Solo me faltaba esperar a que se acabara mi siglo y empezara el siguiente.
Y ahora, aquellos viejos poemas con nostalgias de los bailes sinfónicos, de las gardenias en el ojal y de los modales decimonónicos en la época del mono de obrero futurista, del exabrupto y de Picasso son los que podría yo emular acordándome de mi máquina de escribir, mi tocadiscos, mis cuadernos de notas y, pronto, mis libros de papel.
Se ríe el libro que he comprado esta mañana de los aficionados, a los que denomina con un galicismo de 1914 diletantes. Y explica lo que ocurre cuando se visita a uno de ellos: «Entráis en casa de aquel caballero, y vuestra vista se fija en un dibujo, en un cuadro donde los colores andan lamentablemente barajados, el sol parece un huevo estrellado, y las nubes espuma de cerveza en las paredes de un vaso». Punto y aparte. Sigue: «La señora os mostrará con mirada encantadora un álbum de poesías, y se detendrá complaciente en un almibarado soneto, en el que una pobre idea se mueve trabajosamente por entre los catorce versos, hasta que dando un último tropezón se lanza al abismo de la posteridad». Así escribía en 1887 el doctor Juan Muffone, italiano, en traducción de Miguel Domenge Mir, ingeniero.
Quien me corrige cuanto escribo me está diciendo a la oreja que cambie «dibujo» por Facebook y «soneto» por Instagram y tendré lo mismo. Es decir, que mis impresiones no son más que espejismos. Y que borre las quinientas palabras que preceden a esta. Pero me niego a escucharle. Cuando leo estas frases escritas a finales del siglo XIX y traducidas a principios del siglo XX, entiendo lo que dicen como propio de mi mundo. Cuando vivo mi presente, me siento como un realquilado en casa de una familia numerosa.