La poeta danesa Inger Christensen (1935-2009) publicó la novela La habitación pintada en 1976. Tenía 41 años. La escribió a mitad de camino entre sus dos grandes libros de poesía, Det (1969) y Alfabet (1981). Casi diez años después de su segunda novela. Esta, la tercera, sería la última. De esta ubicación en su obra se desprende una doble circunstancia. Está escrita en el período poético más fértil y aparece desvinculada de su primer impulso narrativo, caracterizado por una prosa claramente de vanguardia. La traducción española se publicó en 1999 y hoy llega a mis manos.
No creo que la palabra «tarde» sea oportuna: los libros eligen cuándo quieren ser leídos. El volumen que leo guarda cierta memoria de sus dueños anteriores. Al menos tres. El primero o primera debió de comprar el volumen cuando fue novedad. El segundo lo adquirió posiblemente de viejo por dos euros, precio que aún marca, y que debió leerlo (o no, o abandonar la lectura) en Barraquetes, en Valencia, el verano de 2008, como certifica con una firma. Luego el libro fue a parar a los estantes de la Biblioteca de Vilanova del Camí —municipio junto a Igualada— posiblemente como una donación, aunque eso no se indique. Biblioteca que lo dio de baja en septiembre de 2018 y posiblemente lo vendiera a la cadena de libros de segunda mano Re-read, donde lo compró por tres euros un amigo que, conocedor de mis gustos, me lo acaba de regalar.
A diferencia de la época narrativa inicial, la vanguardista, esta novela de Inger Christensen asienta su trama en varios procedimientos con claras raíces en la tradición. En primer lugar, la écfrasis —o representación verbal de una obra plástica—, motivo central de la novela. A continuación, el diario íntimo. En la segunda parte aparece un narrador en tercera persona de tipo omnisciente («Baldassare, que había visto su dolor, se acercó a ella…»), en una formulación convencional y comparecen dos técnicas narrativas de la antigüedad, la anagnórisis —o reconocimiento de personajes— y el entrelazado —estructura medieval en la que las aventuras se suspenden y reanudan constantemente—. En la tercera parte implica incluso un género curioso, la redacción escolar. Es decir, el propósito central de la obra se acerca a las formas convencionales, lo que en sí supone una característica, pues las formas innovadoras son esenciales tanto en la novela anterior Azorno (1967) como en los dos grandes libros de poesía que enmarcan La habitación pintada.
La primera parte de la novela recrea una serie de «pasajes escogidos» de «Los diarios de Marsilio Andreasi», secretario de Ludovico Gonzaga, marqués de Mantua. Todos los personajes del relato aparecen retratados por el fresco «Cámara de los esposos» del pintor renacentista Andrea Mantegna, personaje también de la familia tras su matrimonio con la hija del marqués, Nicolosia. El secretario Andreasi es la figura que aparece en el extremo izquierdo de la pintura, medio cuerpo fuera del lienzo. Con la cabeza inclinada atiende las instrucciones de Ludovico, su señor. De hecho, la imagen da el tono del diario. Reúne los comentarios íntimos de quien asiste desde la primera fila a la representación teatral de una familia cortesana. Una obra que se extiende por 50 años de vida palaciega, desde 1454 hasta 1506.
En el diario, de tono bajo y distante, hay dos momentos narrativos especialmente brillantes. El primero es la entrada inicial del diario. Nicolosia va a ser «sometida al potro del matrimonio» con el pintor Mantegna y el secretario, amante fidelísimo de la hija de su señor, arranca con un extraordinario alegato feminista contra unas circunstancias —«la estirarán y la retorcerán hasta que haya arrojado un número apropiado de hijos varones»— que hacen «prisionera a esa única mujer instalándola en una situación… en la que el nacimiento, la muerte y la violencia se entremezclan conforme a las más simples recetas culinarias transmitidas mediante la tradición».
El segundo episodio memorable es el retrato interior del pueblo danés que realiza el secretario Andreasi con motivo de la visita de Christian I de Dinamarca. La autora realiza una evocación de su propio país de una lucidez estremecedora: «…daba igual cuánto supieran, pues nunca serían más sabios; y daba igual cuánto amaran, pues nunca sentirían el calor».
El secretario anota, en su diario íntimo, pequeños acontecimientos relacionados con cada una de las personas que aparecen en el cuadro de Mantegna «Cámara de los esposos» o «Camera picta», fresco que ocupa una habitación de la torre del Palacio Ducal de Mantua. Nada acaba por tener corporeidad narrativa en su diario, salvo el propio paso del tiempo. Y su aliada —en la época, en el barroco después y más tarde en el existencialismo del siglo de la autora—, la muerte. El argumento de la narración es la paulatina desaparición de cuantos estaban vivos en 1465, cuando Mantegna empieza el fresco renacentista en la habitación de la torre. Cuarenta años más tarde, ninguno de los retratados, salvo el secretario, conservará aquello que se pinta, la vida. La muerte es, pues, la única trama de este curioso primer ejercicio de écfrasis. Nada de lo que se esté viendo perdurará.
El segundo ejercicio de écfrasis, o parte segunda, recrea un trampantojo, el que Andrea Mantegna pintó en el techo en forma de óculo abierto al cielo. Ángeles, damas, un pavo real, una maceta, nubes. Toda la novela es también un trampantojo narrativo donde las figuras representadas cobran, a través de las palabras, movimiento, identidad y pasado. Una historia que el relato reconstruye de nacimiento en nacimiento de ángeles y, en paralelo, de reconocimiento en reconocimiento de personajes. Una deliciosa filigrana narrativa, al gusto medieval, en la que hechos y descubrimientos se van entrelazando unos con otros sin sosiego lector.
En el tercer ejercicio ecfrástico, el hijo de Mantegna, un niño representado en una de sus pinturas, evoca los recuerdos paternos para una redacción posiblemente escolar: «Me impresionó mucho lo que mi padre me dijo, pero, aun así, lo olvidé por completo, hasta que recordé que tenía que escribir sobre las vacaciones de verano…». Y al cabo, este detalle que vincula la narración de hechos con la justificación de su escritura quizá sirva como anzuelo para responder a la cuestión esencial que plantea la lectura de la novela: ¿por qué la ha escrito su autora? Posiblemente, porque tenía que escribirla. No es una obviedad. Todo cuanto encierran los cuadros, esa representación de la vida que ya no está, queda olvidado por completo hasta que alguien tiene que escribirlo. Y esa escritura, trampantojo narrativo, es la única razón para el recuerdo. Y el recuerdo, al final, será el antídoto frente a la desaparición. Cinco años más tarde Inger Christensen publicaría un libro prodigioso y sobrecogedor donde realiza el utópico recuento de todo cuando se llevaría por delante la explosión nuclear que la época agónicamente temía. Entre Det y Alfabet, dos cumbres de la poesía existencialista del siglo XX, la poeta danesa se regala, y regala a sus lectores, esta pequeña fábula —aunque llena de muertos y endogamias— optimista. Extrañamente optimista: el arte de la representación tiene sentido frente a la férrea dictadura del tiempo, aliado en el siglo XX con la química, concebidos ambos no solo como muerte, sino como desaparición absoluta.