En ocasiones lo que se dice en un acto donde se presenta un libro, y al que se ha acudido con la inercia de ir a oír leer unos poemas, cobra una extraña dimensión. José Carlos Cataño afirma que va a añadir muy poco y, sin embargo, traza un sorprendente autorretrato que al cabo resulta tan preciso que no solo le dibuja a él, sino a una forma de comprender la poesía que la época está haciendo trizas a pedradas.
Explica su relación con el lenguaje. No voy a poder reproducir sus palabras ni me arrogo oficio de periodista. Evoco solo lo que le entendí. La escritura prende en resquicios. El poema habla de cuanto el sujeto no logra decir de sí mismo. Parece una poética mística, pero el valor de la apreciación es más amplio. El poema no existe para decir lo que se pueda contar en un diario, en un relato, en un diálogo. El poema existe para decir del sujeto lo que acaso no sea capaz de expresar quien lo escribe. En los resquicios prende, también, de la tradición. Solo lo no escrito antes por nadie tiene sentido concretarlo en escritura. En los acantilados frente al océano no hay eco. Es lo que me pareció entender. Una idea que ilumina, aunque el viento de la época se encarga de soplar reciamente la opción antagónica: la escritura de regadío, en la que lo trivial suplanta a lo esencial y la multiplicación de los ecos a la voz solitaria.
En su relación con la poesía enseguida oímos lo que no cuenta, pero se advierte cada vez que pronuncia la palabra Canarias. Cataño es un poeta desheredado de su lugar. Es una pérdida algo más compleja de lo que parece a primera vista. Es cierto que salió siendo estudiante de la isla, del centro alto de la isla —La Laguna—, y el resto de su vida ha transcurrido lejos. No es esto lo significativo. Porque él ha vuelto con frecuencia a su lugar de nacimiento. Por ejemplo, de modo urgente, unos meses después de salir, por el fallecimiento de su madre, cuya elegía emociona oírle leer esta tarde. El lugar que Cataño parece haber perdido no es La Laguna de quien ha vivido en Barcelona, sino La Laguna de quien vuelve a La Laguna. Desde este punto de vista, Cataño es un poeta emblemático del siglo XX. El siglo del desplazamiento. La escritura es la incesante recuperación mítica del espacio del que el poeta ha sido apartado. Quizá, arrancado. Algo que en el XXI cada vez va a ser más difícil comprender desde su condición inicial de siglo de las herencias: del todo está donde tiene que estar, si la conexión es buena.
Cuando me he sentado a escribir esta crónica parcial de la lectura poética de José Carlos Cataño solo tenía interés en contar lo que más me impactó… sobre lo que nada he dicho hasta ahora. Cómo encontró el resquicio donde estaba prendida la voz de uno de sus libros, central para Jesús Aguado, quien lo acaba de presentar. Se trata de El cónsul del mar del norte, el tercero de seis, publicado en 1990. Nos cuenta Cataño, ahora sí sigo sus palabras, que en un paseo por la parte más recóndita y rocosa de las laderas del Teide descubrió una cabaña medio derruida. Guiado por una atracción irresistible, e irresponsable, entró. Permanecían entre los escombros del techo caído los enseres de quien fue su habitante. Entre ellos, una pequeña colección de libros de bolsillo en alemán. Estos y otros objetos conformaron en su mente una voz que empezó a escribir en aquel momento, incluso el título, allí descubierto entre desvalidos vestigios.
Similar experiencia tuvo en el Hierro, ante la remota cabaña que ocupó un artista solitario y lunático durante años. Ahí, en lugares como estos, habita la poesía. El descubrimiento es luminoso. No reside en el lugar donde se presiente que el yo ha sido desposeído de una herencia, sino al contrario, donde el lugar ha sido desposeído de quien lo habitaba. Esta es la eterna elegía que late en los versos. La del lugar que guarda de quien escribe solo enseres abandonados —los libros que leyó, la lámpara que le iluminaba ahora con la bombilla astillada, acaso el sobre de una carta que hubo recibido—. La escritura no es más que la proyección sobre las palabras del hueco que ha de quedar en los lugares a los que hemos pertenecido y nos conforman. El tiempo, por otra parte, solo es la canción que suena en la radio mientras el espacio actúa.
En ninguna parte estaba previsto que en una lectura de poesía emergiera el rostro ubicuo de la poesía. Pero tampoco se puede descartar, a priori, que algo así no pueda ocurrir. Y no siempre uno es consciente de ello.