1 de septiembre, lunes | Vigencia de los artilugios



Un amigo me reenvía un correo electrónico a mi dirección actual tras darse cuenta de que la primera ocasión en la que lo mandó no me había llegado. Corroboro su error: lo había dirigido al pasado. A un sitio que dudo que ya exista, pero su recuerdo me ha conmovido. La dirección electrónica en «teleline.es» fue la primera que tuve. En aquella época, finales de los años 90, la conexión se realizaba a través del teléfono y se pagaba por minutos, como las llamadas. Al conectar el ordenador, en casa ya no se podían recibir llamadas. Los correos se escribían antes de ese momento y la conexión era un mero enviar y recibir. Y rapidito. En la red tampoco había gran cosa que pescar. Era la primera Internet, un inocuo escaparate. Resulta curioso comprobar como en el resto de aspectos de la vida todo continúa más o menos como entonces, pero los artilugios electrónicos retrotraen los recuerdos a la Edad de Piedra.

[Epigrama VI-03]

CARTAS AL s XX | 1 de abril de 1940, lunes. La línea P



En las provisiones, carne fresca y vino embotellado. Sin que haya oficiales con nosotros. ¿Se habrán vuelto locos?, pienso. El cabo primero me saca de dudas: «El primer año de la victoria, tarado». Tal vez por mi tara no sepa ahora si lo ha pronunciado con mayúscula o con minúscula, como lo acabo de escribir. A mí el aniversario solo me evoca la llegada de la noticia al pueblo. Lo sé por cómo lo contó padre en casa. Entró el telegrafista azorado en la taberna y casi entre aullidos más que con palabras gritó «Sé acabó», y lo fue repitiendo ante cada una de las mesas ocupadas. ¿Quieres creer que alguien le hizo el menor caso? Quien tenía una sota en la mano y le tocaba tirar, la soltó tranquilamente. Quien dirigía al gaznate un sorbo de aguardiente ni se detuvo ni buscó antes brindar. Cada cual continuó su rutina como si oyera llover. Como si nada de lo que ocurría aquel día, que acabó siendo sonado, tuviera algo que ver con la vida corriente. Tampoco padre. Que si lo explicó luego en la comida, no fue por el contenido histórico de la frase, sino por lo ridículo que se había puesto el funcionario del telégrafo, un tipo finolis que ni era del pueblo ni le caía bien a nadie, con sus «chillidos de chimpancé». Así es como se refirió al asunto entre carcajadas.

La noticia de que la guerra se había acabado no le había interesado a nadie ni un ápice más que el aturdido vocear de quien la daba. De eso me quejo ahora. ¿Qué es exactamente lo que se había acabado? Sé que lo hago por pura retórica, pues nadie tiene que explicarme que si el billarista apunta a una bola, la gracia de su golpe no está en que impacte en su objetivo, sino en que la bola golpeada arremeta después contra una la tercera, que está tan tranquila en otra parte. Y esa tercera bola era yo. Que unos se hubieran peleado con otros durante tres años, no era más que un chaval cuando todo aquello empezaba, acabó por golpearme a mí, que ni siquiera me gustaba ir a la taberna a matar el tiempo. Mi tiempo empezaba ya a ser importante para mí. O eso creía entonces.

Días después, y aunque pensara que aún no tenía la edad, al poco de estrenar la paz recibí la citación para presentarme en tal fecha a tal hora en un cuartel de la capital. ¿No se había acabado? Era lo que decían en la radio y lo seguía repitiendo el telegrafista por las calles como un poseso; sin embargo, a mí me alistaban. Cuando le enseñé la carta a padre encogió los hombros. «Es lo que toca», me dijo. Y se largó a la taberna. Todos me felicitaban: «Has tenido suerte, ahora que la guerra ha acabado». Y me acordaba de Pincho el Tuerto, que no perdía oportunidad de dar gracias al Señor por no haberse quedado ciego.

En la capital nos dieron unas semanas de instrucción, sin demasiado entusiasmo porque ya debían de saber que no nos querían para ir a tirar tiros. Y un buen día nos metieron en un tren, luego en otro, y aún necesitaron de un tercero, todavía más lento, del que nos bajamos al anochecer en un apeadero perdido en la montaña, desde donde se oía el mar. Con un retumbar que era como darse un porrazo enorme y luego trastabillar un rato por un camino de piedras. Es decir, al revés de lo que dicta la lógica de las caídas. La playa estaba al otro lado del pinar, muy cerca y aunque estuvimos un buen rato escuchando las trompadas mientras esperábamos los camiones, no nos dejaron movernos de allí. Nunca había visto el mar. Solo en fotografías. En las fotos ni se mueve ni provoca estruendos. Ah, la vida militar es de otra manera, no nos dejaron ni siquiera asomar la cabeza para contemplarlo por primera vez. Aún sin verlo, aquel sonido me impresionó.

Y continúa impresionándome ahora, que lo veo a diario sobre la loma donde excavamos y lo escucho a mis pies muchas tardes, antes de cenar, cuando nos escapamos a fumar un cigarrillo sentados en una roca, como filósofos. Quizá se necesite serlo para comprender nuestra circunstancia actual de soldados. Hace un año que la guerra se acabó, y sin embargo, aquí estamos, al pie de la frontera, pico y pala, cavando un búnker. El lugar es sorprendente. Cap Ras, lo llama el cabo primero. Parece un grano que le hubiera salido a la costa. Casi una isla. Desde que estamos aquí destinados, no hemos visto a nadie por la zona. Las viñas y los olivares siguen abandonados. Es raro ver salir una barca que vaya a pescar. No hay caza. De un cuartel, que no sé dónde cae, nos traen a diario las provisiones. La comida es buena. Una vez por semana nos toca hacer guardia. Es el día de descanso.

A lo lejos, sobre las lomas o sobre los montes, se avistan otras secciones dedicadas a lo mismo que nosotros. Cavar. El cabo primero que manda no tiene más idea que sus soldados de lo que estamos haciendo en el culo del mundo. Hemos oído que contribuimos a crear la Línea P. «¿P de Pérez?», preguntó el gracioso para que nos riéramos. «No, P de Gutiérrez», le atajó muy serio el cabo, y resultó que era como la llamaban por aquí. Es una línea con miles de fortificaciones que empieza en la costa, donde excavamos nosotros, y continúa por la cordillera pirenaica, que se va a llenar de bunkers como el nuestro. ¿Para qué, si ya no hay guerra? Será que no se acaban nunca y cualquier día está previsto que aparezcan enemigos por las montañas. «Si por ahí no asoman ni las cabras», acertó a decir un manchego el día en el que lo discutimos con el cabo. «Quiá, le respondió, lo que hacemos son defensas antiaéreas». Y entonces por instinto levantamos a la vez la vista hacia el cielo, donde ni siquiera había una nube y solo cruzaba un pájaro a la carrera. El cabo aprovechó que mirábamos hacia lo alto para señalar unas montañas a lo lejos: «Por allí es por donde han de llegar los aviones enemigos», pero tampoco aclaró qué bandera llevaban pintada en el timón. No nos matamos trabajando. Hay que excavar un nido de ametralladoras y un refugio bajo tierra de unos 25 metros cuadrados, camuflado entre las rocas y los pinos. No se ve que nadie tenga prisa en que acabemos la tarea. Y menos nosotros, que aquí estamos sin mandos, alimentados y nos dejan en paz. Hemos oído que se han de construir diez mil refugios como este. En todo el Pirineo. Eso nos quita las ganas de acabar este: como en Cap Ras, donde el invierno parece un verano del norte, no estaremos en ningún otro lugar. Que por ahí nieva.

Me ha tocado hoy precisamente la guardia de aniversario y el turno justo en mitad de la noche. En lugar de tumbarme bajo un pino a dormir, como es costumbre cuando no sopla el viento, me ha dado por pensar. Y me he puesto a cavilar. Alumbra estas frases que escribo un triste farol, que verían desde las líneas enemigas si existieran. El mar, infatigable, acuna la tierra como una madre. Lo escucho de fondo jadear. Sobre mi cabeza, en un cielo transparente, desfilan las galaxias a lomos de sus graves incógnitas. De vez en cuando ulula una lechuza y le respondo que se vaya a molestar a otra parte, lo digo en voz alta solo para oírme dar un sentido comprensible a esta infinitud que me rodea en el mismo saco de la mezquina vida de soldado. 

20 de agosto, miércoles. Jardín de aforismos



No creo que pueda uno sentarse al borde del andén y tratar de vislumbrar el punto donde las dos vías ferroviarias se unen a lo lejos mientras se padece una alteración nerviosa.

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Lo triste de llamar a la puerta desde el interior es que afuera, normalmente, no hay nadie a quien abrir.

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Me pregunto en ocasiones, cuando no tengo nada mejor en qué pensar, por la opinión que le merece al temperamento metafísico un súbito escalofrío.

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Subirse al tren no es, exactamente, partir. Para partir es necesario que alguien se quede en pie sobre el andén viendo cómo la otra persona desaparece.

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Las palabras que poseen un opuesto se pirran por emparejarse y pasear juntas. Tipo: música callada; tipo: rufián bondadoso; tipo: jovial tristeza.

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No es cierto que el viento, al soplar, llame en concreto a una ventana. Cuando parece insistir como un enamorado, solo pasa por el lugar casualmente.

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Hay quien prefiere abandonar antes el cuarto del encuentro furtivo. En los ensueños, nunca me he visto a mí mismo irme en primer lugar. 

14 de agosto, jueves | Generaciones: un tornillo con la rosca dañada



Veo en los Encantes un ejemplar, ni siquiera maltratado, de Las generaciones en la historia, volumen donde Pedro Laín Entralgo desarrolla la idea orteguiana de que la historia en época contemporánea se vive por períodos que cambian al ritmo en el que se suceden las generaciones. Hace unos años hubiera brincado con el descubrimiento, porque es el volumen que me falta de todos cuantos generó el asunto. Pero en lugar de pedir un precio, lo dejo en el lugar donde lo encuentro. Sé que ya no lo voy a leer. Y cada vez le veo menos sentido a aquello que se llamaba «biblioteca personal». Coincide este encuentro fortuito con la lectura de un ensayo donde el autor, que relaciona escritores en el siglo XX, se excusa por no usar la nomenclatura generacional y directamente distribuir las relaciones entre las décadas. Me parece correcta su decisión, porque el concepto «generación» padece desde su origen una confusión entre dos realidades diferentes que resulta imposible separar en el pensamiento común, la de «grupo literario generacional» y la de «generación histórica». Por muchos esfuerzos de explicación que se hayan impartido, no se ha conseguido que nadie en la práctica los distinga. 

    Lo sé porque en diversos lugares me he esforzado yo mismo por explicarlo, incluso por dotar a las generaciones literarias de una nomenclatura esclarecedora: con un proceso histórico central, y una vertiente lateral o marginal (que puede ser de margen geográfico, sociológico o estético) e incluso una historia oculta que puede aflorar tiempo después, para concluir que en una generación histórica se ha de contar, si se habla de literatura, con todos los escritores nacidos en sus fronteras de edad, aunque nunca hayan salido en las fotos. Da igual. Cualquiera que trate este asunto se arma tal lío que lo más sensato es que lo olvide y empaquete los autores como le venga en gana.

    Eso es lo que pensaba hasta hace poco. Pero la desatenta atención con la que sigo cuanto ocurre en los medios intelectuales, me avisa de que el problema generacional ha rebasado otra línea roja que no veo que nadie advirtiera. O tal vez sí. Francis Fukuyama se hizo famoso en 1989 anunciando El fin de la historia. Más o menos todo el mundo se burló de la idea, pero quizá no fuera tan desafortunada, puesto que al poco tiempo desapareció, y lo ha hecho para siempre, la «Historia» como materia en los estudios de primaria y de secundaria. Y de no pocos estudios universitarios, como por ejemplo, en Políticas. Pero mi preocupación va más allá. ¿Y si fuera cierto que ha desaparecido la «historia» como concepción del tiempo en el que se vive? Es decir, como una idea de la vida que implica un devenir de períodos, en siglos anteriores, y una sucesión de generaciones, en los más recientes, que han trenzado el modo cómo se vive el presente. De mi juventud recuerdo como normal implicar en cualquier idea que se barajara el pasado. Y mucho más en los ámbitos literarios, donde una de cada cuatro nociones utilizadas hacía referencia a la sucesión de los períodos o la de las generaciones. Por eso me dediqué a estudiar este asunto, aunque nunca leyera el libro de Laín Entralgo, que ahora tampoco voy a leer.

    No sé si la historia ha desaparecido como elemento constitutivo de la contemporaneidad, no forma parte de mis preocupaciones. Pero sí me intranquiliza un comportamiento intelectual que detecto cada vez con más frecuencia: el adanismo. Quien escribe hoy un libro, se considera el primer escritor de la historia, que de repente renace, ahora sí, para contemplar su nombre. Aunque tampoco este parece un problema serio. Siempre ha abundado el pensamiento trivial. Lo que me inquieta es, precisamente, que hace tiempo que no detecto en ninguna parte la confusión entre Generación y generaciones. De ahí que el ensayo que acabo de leer, donde el autor se excusaba por no usar esa terminología, me enterneciera tanto. Ya nadie se confunde. Tanto que me he peleado con esos conceptos. Ahora son materia de venta en los Encantes intelectuales. El pasado ha dejado de ser una conversación que hilar con el presente. Lo que no se ha convertido ya en una marca, inexiste (pido disculpas por concluir con una palabra que no existe, como la generación de su autor, y en ella, su autor).

*

Adenda: Releo el texto y descubro algunos giros que resumen en exceso cuanto quiero decir. Por ejemplo, la idea de convertir el pasado en marcas. No creo que sea lo mismo heredar de la poesía en la segunda mitad del siglo XX un gran poeta, y resumir la época en un nombre (pongo por caso, Jaime Gil de Biedma) convertido en una marca; que explicar la historia desde sus centralidades y mencionar la Generación del 50 y recitar la breve lista de poetas relevantes (Valente, Brines, Claudio Rodríguez, Gamoneda, María Victoria Atencia...); que entender el pasado como una trama compleja en la que incluir, entre los nacidos en ciertas fechas, no solo a los citados, sino tampoco olvidar a Dionisia García, Lorenzo Gomis, Francisca Aguierre, Arturo Maccanti, Luis Feria, Manuel Padorno, Rafael Pérez Estrada, César Simón, entre otros muchos poetas interesantes. 


4 de agosto, lunes | DESNUDEZ


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LYN COFFIN 

Indecisa si salir o quedarme, me asomo a la ventana para que la calle me aconseje. Veo llover con repiqueteo de jornada laboral de minero en tiempos anteriores a cualquier regulación. El cielo, un techo de mina de carbón. Dejo vagar la vista frente a los cristales por si hallan inspiración. Y de repente, la encuentran. Enfrente, en la antigua fábrica de enormes ventanales que utilizan como taller grupos teatrales y también, de vez en cuando, algún artista sin nombre acreditado, me despierta de la abulia una pintora. Como las antiguas. Frente a un lienzo montado sobre un caballete. Hay partes aún en blanco y otras con esbozos trazados a carboncillo. Usa como paleta lo que parece, desde mi punto de observación, la tapa de un cubo comunitario de basuras. El resto, sin embargo, cuadra a la perfección con lo que recuerdo de lo que era un pintor.

Me detengo a observar lo que aparece ya coloreado en el triángulo superior del lienzo. Una cabeza, aún sin rostro, apenas alguna sombra donde irán ojos, nariz y boca, y un cuerpo de hombre con el pecho al descubierto, o por lo menos la mitad que ya tiene asignado color y detalles. Entre estos creo distinguir, desde la distancia, un pezón y alrededor lo que parece abundante vello pectoral. Y si fijo la vista en los garabatos del carboncillo que han de guiar la pintura, no me cuesta intuir los atributos de un cuerpo desnudo. Mi mirada salta de inmediato a la pintora. No la conozco ni la he visto antes en esta estancia donde suelen trabajar jóvenes tumbados con un ordenador portátil en el suelo. No es una mujer joven. Mediana edad. El cabello envuelto en un pañuelo, cubierta con una bata larga, como de estar por casa, llena de manchas de pintura. Entre ella y yo, la lluvia insiste. Ambas, pienso, estamos, sin embargo, protegidas de la inclemencia. Ella por su dedicación y yo por mi curiosidad.

El silbido de la cafetera a punto de achicharrar mi desayuno resquebraja el idilio entre artista y admiradora. Corro a salvarla del fuego, pero no lo apago. Coloco en su lugar la plancha de tostar el pan y encima un par de rebanadas. Vierto el café en una taza y lo aclaro con unas gotas de leche. Corto un pedazo de longaniza y me siento. Aunque al instante he de volver a levantarme para apagar la cocina y retirar las tostadas. Con una en la mano, la imagen que he estado contemplando me reclama. Hacia ella me encamino y allí me planto de nuevo. Al morder la tostada, sin pensar en los movimientos que estoy haciendo, se desprende ante mí una lluvia ahora interior, pero casi tan intensa como la exterior, de migas. Algunas se prenden en la cortina, otras se arremolinan a mis pies, en las baldosas. Entonces, en lugar de mirar afuera, me observo en el reflejo del cristal y la imagen que me devuelve, de pronto, me ridiculiza ante mí misma.

Después del desayuno, como la lluvia insiste en apropiarse del día, enciendo el ordenador y dejo que sea él quien me ordene en qué ocupar el tiempo. ¿Cuánto? No sabría contarlo sin mirar el reloj, pero en cierto momento, la evocación de la pintora que va vistiendo la figura masculina con su propia desnudez regresa a mi pensamiento. Acabo ágil la tarea que me tenía entretenida, por darle un sesgo menos impulsivo al impulso, y, sigilosa, me acerco a la ventana. Llueve. Pero enfrente, en el taller, el lienzo ha avanzado. Ahora resuelve la pierna que corresponde a la mitad del pecho que ya había visto coloreada. Un muslo atlético, una rodilla rotunda, espinilla y arranque del empeine firmemente asentados en el blanco de la tela. No me había dado cuenta, en una primera observación, que no son estas las únicas novedades de este rato. La pintora ha decidido ya la mirada de su figura y en el óvalo vertical del rostro ha resaltado los ojos y ha precisado su dirección. Hacia mí. Tanto que, como gesto reflejo, nada más observarlo, doy un respingo para ocultarme detrás de la cortina. Asustada. Descubierta de lleno en una falta.

Nunca he sentido mala conciencia de mirar por la ventana. En la vieja fábrica ensayan grupos de teatro, trabajan artistas plásticos y se realizan múltiples actividades a las que asisto a diario como si estuviera sentada en una butaca de platea. Tampoco me agazapo. A veces me ven mirarles y raro es que no me sonrían e incluso me saluden. Me conciben como un anticipo del público que desean para sus obras. Por eso me sorprende doblemente sentirme espía, primero porque no es lo habitual, después porque tampoco es una persona la que me ve mirar, sino una pintura. Aun así, el susto permanece, como la lluvia, en el rincón donde me refugio, entre la cortina y la pared de la sala. Puedo pensar que lo que ocurre a continuación es algo que he meditado, pero no es cierto, la inquietud me impide razonar. Es solo otro impulso que se me impone de inmediato. Empiezo a desabrocharme la blusa que uso para estar en casa. Me bajo el pantalón de pijama, me quito las prendas íntimas, los calcetines, me descalzo y así, tan desnuda como la pintura, me brindo a su mirada desde el centro de la ventana. El hombre desnudo medio pintado continúa con los ojos fijos sobre mí, pero ya su deseo no me asusta. Al contrario, siento una intensa excitación, desconocida, a lo largo de todo mi cuerpo desnudo. Arrebatado. Dispuesto a la entrega.

[Cuaderno de ficciones, página 31]

22 de julio, martes | Un estante nuevo



Coloco un estante más en la pared del estudio donde se encuentran los volúmenes de poesía contemporánea. Es el último espacio disponible, sobre un ventanuco, entre dos cuerpos de libería. Me ha de servir para incorporar las adquisiciones del año y esponjar un poco los estantes aledaños. No para mucho más. Conservo varios miles de ejemplares, que se extienen por tres de las cuatro paredes. Sin duda, es el género literario del que guardo más títulos. De algunos poetas tantos que ocupan casi la mitad de un estante. Mientras los redistribuyo no evito echarle un vistazo a cada uno de los ejemplares que muevo. La tarea así no se agiliza, pero tampoco tengo prisa.

        Hay libros que, de repente, me gusta saber que los tengo. Otros, no solo sé que están ahí desde hace años, sino que despiertan de inmediato algún recuerdo. De lectura o de circunstancias. No falta el que abro al azar ni aquel donde busco unos versos que quiero volver a leer. La mayor parte de los autores son mis coetáneos. Algunos ya no están, pero sus libros los compré cuando aún los publicaban. Conocí a muchos, aunque solo fuera de una manera circunstancial, y he tratado con asiduidad, en el curso de los años, a bastantes más de los que recordaría en una lista. Son evocaciones que aparecen al poner en orden una biblioteca. Y cuando acabo la tarea, y, como rito de inauguración, le hago una foto al nuevo estante, me quedo pensando.

        No es fácil ser poeta en esta época. Es verdad que a finales del siglo pasado había muchos, de casi todos tengo al menos un título; en este siglo el número de poetas se ha multiplicado de manera exponencial, y ahí mi biblioteca ya ha empezado a desentenderse. Un poco. Ser poeta parece ahora una tarea fácil. Al alcance de cualquiera que desee realizarla. Ser dramaturgo, por ejemplo, reslulta más complicado. De todas formas, el pensamiento que de repente ha brotado no habla de este ser poeta. Sino del otro, del que es más difícil.

        La poesía es, en esencia, una indagación lírica. Su acendrado carácter la limita al ser de quien la escribe; su propósito de búsqueda implica, en consecuencia, un desconcimiento sustancial. Ambos aspectos, en una sociedad tan abigarrada de significados que reclaman atención, tiende a producir un interés próximo al cero. Lo que un ser anhele encontrar en lo que ignora de sí mismo me temo se halla en las antípodas del interés contemporáneo. Escribir poesía con fidelidad a la poesía desaparece a ojos vista. En su lugar, también se puede escribir poesía que se identifique con espectativas de lectores contemporáneos. Como hay tantos significados en la sociedad del presente, de hecho, ni siquiera requiere excesivo trabajo: la poesía humorística ofrece aplauso inmediato; a la poesía comprometida no le faltan asuntos que reivindicar, ni lectores que lo reclamen. Siempre se puede recurrir a la sociología, que junto a la comunicación son los sustitutos actuales de las viejas disciplinas que, como la historia, la filología o la filosofía, a veces hasta incluso pierden de vista sus nombres. El erotismo, en caso de desesperación, ayuda a hacerse un nombre. En fin, ser poeta con audiencia contemporánea no oculta ningún secreto.

        Cuando hayan pasado las décadas y alguien quiera conocer la poesía de este presente, ya antiguo entonces, es presumible que no sienta ningún tipo de intrés por aquello que interesa en el momento. Es una ley del péndulo que conocemos bien, Y quien se interese por estos aspectos coyunturales puede conocerlos mejor en el resto de géneros litearios (narrativa, crónica, diarística...). No creo disparatado pensar que la poesía actual por la que sienta atracción el futuro sea aquella que enraíza exclusivamente en un ser singular, complejo y diferente. Incluso solitario. Quien ahora pasa del todo desapercibido. Qué difícil, entonces, resulta escribir poesía. Hay que decidir si uno pretende escuchar el aplauso de los lectores o se conforma con la hipotética atención de un tiempo incierto y ajeno. Una decisión que paraliza la escritrua que duda, pero que, sin embargo, multiplica cada temporada el número de ediciones de poesía. De libros cuyos autores no han dudado escribirlos ni un instante. Ahora bien, he de reconocer que la única solución plausible del dilema que planteo es, claro, que la disyuntiva no exista. Y que la divagación no haya sido más que un espejismo tras una efímera mañana en la biblioteca personal. 

 

20 de julio, domingo. Jardín de aforismos



Hay vida antes de la nada, posiblemente la misma que haya después. Igual que ocurre con los carteles publicitarios en el margen de la carretera.

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Mirar el cielo en un espejo posiblemente delate un terrero húmedo en exceso e incómodo para tumbarse.

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Habrá quien se esté enriqueciendo con el negocio de empeños del ser. 

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Cada vez que un lector concluye el libro, acaba la historia.

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Que no exista alero donde posarse, eso sí apena.

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Las plagas de significado no siempre se resuelven con las trampas de los significantes.

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Cuando desaparezcan las tabernas, ¿dónde acudirán de incógnito los metafísicos?

14 de julio, lunes | Edward Weston y las fotógrafas



Pasear por las salas de la exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston (1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo norteamericano.

         En 1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van Dyke filmó una espléndida película, The photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.

La cinta de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte: la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor, funcionalidad. 

         No es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles, cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar. Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.

         En la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942). Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward, que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada de su maestro.

         Y aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak (1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20 los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes? 

CARTAS AL s XX | 2 de noviembre de 1975, domingo. Elegía en Ostia



Un gusano de luz atraviesa el tablón tiznado de la noche, secuencia de bombillas ensartadas en un cable sobre la popa de un buque de mercancías. Casi inmóvil, su leve cimbreo arrastra camino de la costa, sin saberlo, la fecha de Todos los Fieles Difuntos. Cuando el piloto avista el puerto de Ostia hace sonar la bocina, y de repente, como despertado de un fatigoso sueño, el ojo del día entreabre una mínima ranura y cuela una gota de luz que de súbito empieza a disolver la oscuridad alrededor. En una de las casitas bajas, precarias, del suburbio que ha crecido como un sarpullido entre la playa y la base de los hidroaviones, María Teresa, la señora Lollobrigida, acaba de escuchar desde su insomnio la sirena y de ver cómo en la habitación donde descansa muebles y objetos vuelven a recobrar sombra propia, ya no compartida. Sabe que es la señal de que amanece. Y aunque sea domingo, ha llegado la hora de arrancar, como el motor de los automóviles cuando se gira la llave.

         También la calle, vía de la Carlinga, recupera despacio las escasas palabras de su diccionario: la arena y los charcos, las tapias y las contraventanas cerradas, y la cruz en lo alto del tejado a dos aguas de la iglesuela. Poco más allá, detrás de las casas encaladas hace demasiado tiempo, desemboca el Tíber. Es un río tímido. En Roma piensan que es taimado, pero la señora Lollobrigida no lo cree así. Le gusta ver cómo al pasar se lleva todas las inmundicias de los romanos hacia el mar. Algunas incluso bajan flotando, como si fueran hojas secas de morera, pero la mayoría se convierten en tinte para las aguas que de niña vio transitar tan inmaculadas como el cristal de una vitrina. Su mirada, en ocasiones, permanece largo rato prendida al fluir que le parece el río, en cada instante, un ser diferente. No como sus vecinos de barriada, empeñados en parecerse a sí mismos hasta en los detalles más ingratos.

         Los hay que, por no molestarse en pensar, en el mismo plato donde han quedado, lanzan las sobras del almuerzo al montículo de desperdicios que se extiende desde el borde mismo de la calle hasta la playa donde rompen las olas del mar de los etruscos. Desde la cocina oye los perros del vecindario pelearse por algún hueso roído a ladrido limpio en cuanto la luz alcanza a sombrear un poco el mundo. Y eso la molesta porque le impide escuchar con nitidez el silbido de la cafetera indicándole el momento justo en el que ha de apartarla del fuego. Aspira el aroma del café recién hecho y se sienta en la mesa. Con las yemas de los dedos acaricia el tacto suave del hule que la cubre. Cocina y comedor no se distinguen en la casucha que habita. En la iglesia prometieron que les entregarían un piso de las olimpiadas, cerca del puente Flaminio, al pie del Tíber, como siempre ha vivido. Cuando tuvieron claro que toda esperanza se había convertido en humo, su difunto marido encendió un pitillo de los que paso a paso le conducían al hoyo, y dijo: «Aquí, junto al Idroscalo, tendremos siempre el mar, ¿para qué conformarnos solo con el río?».

         Suele ser María Teresa la primera en abrir la puerta de casa y caminar sin hacer ruido hasta la playa. Le gusta que el vecindario duerma, en verano le alcanzan incluso los ronquidos que huyen a través del enrejado de las ventanas abiertas. Se sienta a contemplar el mar en el murete de ladrillos y piedras que impide que los montículos de desperdicios invadan la calle. El oleaje lame la playa igual que si fuera un gato gigantesco. Ya no ve, aunque las mire, las inmundicias que se acumulan alrededor. Escombros de las obras ilegales de toda Roma, patas y cajones perdidos de alguna cómoda antigua, cubas y paletas de las viejas máquinas de lavar, restos de la cuna de un niño que creció, botellas de todas las bebidas del mundo, girones de mantas, clavos mortificando de por vida a listones de algún armario. Y, atrapado entre la basura, el silencio de la mañana acompasado por las olas que tanto le gusta escuchar.

         No mira los desperdicios porque conoce de memoria su geografía y sabe distinguir si alguien ha estado recogiendo los trozos de madera para un fuego o si de madrugada un camión ha volcado su carga de restos inútiles sobre algún montículo. Ser la primera en verlo le ha proporcionado gratos descubrimientos; sin ir más lejos, la cafetera que cada mañana la devuelve a la vida. Es, este día, madrugada de domingo y no advierte perfiles nuevos en la cordillera de despojos, pero sí, a lo lejos, distingue un bulto que la víspera no estaba. Y se pone en pie y deja al oleaje con sus penas para acercarse despacio a lo que parece, tal vez, un animal muerto del que alguien se ha desprendido, como hacen los de la ciudad con frecuencia.

         Que no es un animal lo ve nada más aproximarse, por la envergadura, y cuando advierte que aquello que le rodea parece un charco de sangre se lleva la mano a la boca. Como cuando encontró a su marido tumbado en el suelo de la cocina, que también es comedor y sala. No se trata, ahora, de su marido; pero ve un hombre. Ya lo distingue con claridad. La extraña postura que tiene en el suelo le indica que no está consciente. Una mancha de sangre le empapaba los pantalones desde la cintura hasta las rodillas. Es un varón. No cree que sea joven, pero tampoco es mayor. La media luna del rostro que mira la ve cubierta de magulladuras. ¿Cuál será su nombre?  El día aclara. El señor cura aún no habrá llegado a la iglesia. ¿A quién puede avisar que sepa qué hacer? Se agacha a su lado, pero no se atreve a tocarlo. No le parece que respire.  Si hubiera tenido un hijo, podría haber sido este hombre hijo suyo. ¿Con qué apelativo cariñoso le habrá llamado su madre? Pero su madre no está aquí para llorarlo, solo está ella, la señora Lollobrigida, y sabe que tiene que representar su dolor. Y siente cómo una gota huye de su lagrimal y se precipita por la vertiente de la nariz y alcanza los labios y los humedece.  

2 de julio, miércoles | EL NOMBRE DE LOS VIENTOS



Junto al ventanal de la habitación he colocado una silla con brazos, razonablemente cómoda, y una mesita redonda. Encima, un jarrón con una flor y un libro de buen tamaño. El título no se lee porque lo he forrado con el papel de envolver un regalo que le hicieron a Isabel, que ocupa la habitación contigua. No me importa decirlo, porque lo sé: Atlas de nubes. Este es mi universo. Si no llueve y hace bueno, se complementa con un paseíto por el jardín al final de la mañana. Luego, la comida, en la sala grande. Sigue algún programa informativo, frente al televisor, útil para echar un sueño. Algunas tardes, una partida de cartas. Pero lo que más me gusta es sentarme en mi cuarto a observar las nubes. Mi vida. No me quejo, no resulta fácil obtener una plaza en una residencia desde donde se pueda ver el cielo tras un cristal. Con buena temperatura.

            Lo que voy a contar no hubiera ocurrido si mi vecina de habitación no tuviese una auténtica enfermedad. Incurable. Que es descubrir secretos de los demás que ni siquiera los implicados conocen. Muchos ratos, se cuela en mi habitación. Somos amigas. Se sienta al borde de la cama, junto a mi silla con brazos, y se esmera en distraerme de mi atenta observación celeste. En ocasiones se lo agradezco, porque en días de niebla no hay nada que contemplar. Si estoy sola, dibujo nubes en un cuaderno escolar para fijar en mi memoria sus extraños nombres y no tener que recurrir tanto al Atlas: estratocúmulos, nimbostratos, cirros… También aprendo el nombre de los vientos. Es más sencillo. Mis preferidos son la Ventolina y el Frescachón. A veces imagino una historia de amor entre ellos; imposible como la mía, me digo, porque al tratarse de dos tipos diferentes de viento, nunca soplan juntos. ¿O sí? En las historias puede ocurrir de todo, recuerdo haber oído alguna vez.

         Cuando aparece Isabel, su soplido deja el mío a dos velas. A mí me interesan algunos aspectos de la naturaleza, pero a ella solo le cautiva mi vida. Que ahora no tengo ninguna y antes dudo que la haya tenido. Aburridas las dos un día, el cuarto o el quinto de no parar de llover, por fin cedo a que meta mano en mis bártulos. Lo que me traje de una época anterior, que ya ni recuerdo. Llegué aquí con una maleta y una caja de cartón. La ropa la guardé en el armario y vacié la caja en la maleta, que de inmediato cerré y así se ha quedado, arrumbada en el fondo. Con mi pasado dentro. Desde que me conoce y le entretiene inspeccionar mi armario, el contenido de aquella vieja maleta se ha convertido en una obsesión. Hasta la mañana húmeda y desapacible en la que pienso que desordenar algo es una opción magnífica para ocuparse después en reorganizarlo. 

        El hallazgo me sorprende a mí tanto como a ella. Sobre todo, por la cinta rosa que elegí al guardarlas y el pomposo lazo que empaquetaba un atadijo de cartas escritas a mano. Con bolígrafo. Ni recuerdo cuándo las guardé y solo vagamente el haberlas recibido. La única certeza que tengo es que no existe otra incógnita en mi vida. Sin preguntar siquiera, Isabel tira del extremo del lazo y se desparraman sobre la mesa las cuartillas como si fuera una baraja. Se queda pasmada ante el descubrimiento y me encañona con una mirada de incomprensión que aún veo cada vez que entra en mi cuarto: «¡Eres extranjera!». Al principio no entiendo su cara de susto, pero cuando ato cabos empiezo a reír y es posible que aún no haya parado.

       Tengo la tentación de confesar una nacionalidad secreta por lo que supone el haber vivido con un aliciente mayor, pero enseguida imagino que lo irá contando por los pasillos de la residencia y mi acento, tan claro y tan de pueblo, delatará el engaño. Así que me hago la tonta, que es, de hecho, lo que más se ajusta a la verdad. Porque poco recuerdo de aquellas cartas que nunca pude leer. De inmediato Isabel extiende sus garras sobre la primera y la escudriña con una atención que parece bebérsela antes que mirarla. «¡Esto, esto, esto…». Rezonga, sin aclarar nada. Luego empieza a golpear con el índice la despedida de la carta, sobre una firma ilegible, y aunque tarde en pronunciarlo, lo dice con la misma estridencia que el estallido de un cohete en la feria: «…¡es una carta de amor!». En ese momento me pilla desprevenida. «¿Cómo lo sabes? Si no se entiende nada de lo que dice». «Bueno, eso lo dirás tú», espeta triunfal. «Aquí leo: Ich liebe dich, los ichs no sé qué demonios pintan, pero liebe sí, lo sabe todo el mundo, significa…». Se detiene un instante, y, teatral, susurra, vocalizándolo: «Amor…». Y añade una coletilla que aún resulta más reveladora para mí: «…en alemán». 

     ¡Qué está diciendo esta loca! Pasa mi vida por delante de mí en un instante y no la reconozco. Qué vértigo. «¿Estás segura de que no es holandés?», le pregunto. «Como que estoy aquí contigo». No me parece demasiado contundente el argumento, porque también yo estaba segura de haber tratado al autor de esas cartas, y de repente ya no estoy segura de nada de lo que he vivido. 

Aquel simple paquete enlazado de cartas que nunca pude leer era el resumen de mi juventud. Me fui pronto de casa, ni quise acabar los estudios. Mi intención era huir del país, llegar a Francia, pero no tenía edad para cruzar la frontera sola y encontré trabajo en un restaurante de la zona. En la sala conocí a muchos camioneros y a algunos viajantes. Dejaban buenas propinas a cambio de muy poco, una sonrisa, un gesto amable. A muchos ni los entendía. Alguno chapurreaba algo de español. Lo suficiente. Entre tantos comensales, hubo un comercial que se detuvo a pernoctar. Era holandés. De la edad casi de mi padre. Un Casanova, posiblemente, pero se comportaba como un caballero. Aparecía de vez en cuando. En alguna ocasión se quedó conmigo el fin de semana. Era un tipo divertido. Y guapo. Y generoso. Un día me contó que le cambiaban de ruta, que no sabía si regresaría más. Entonces al poco aparecieron las cartas. Las enviaba al restaurante. Sin remite, sin nombres, solo con la firma. ¿Qué me contaría? Una, otra. Imposible leerlas. Cada vez que veía un camión holandés anhelaba enseñarlas para que me las tradujeran. Pero la vergüenza me pudo. Un día también abandoné la frontera y aquella vida en la cuerda floja. No sé si llegaron más cartas de las que tengo. Aquel holandés ha sido un amor secreto durante mi vida. No he tenido otro que me haya tratado tan bien. «¡Pero este es un alemán!», zanja Isabel con contundencia mi deambular desorientado por mis propios recuerdos. «¿Un alemán?». El holandés no fue, desde luego, mi única aventura de frontera, pero sí el único que había permanecido en la memoria. «¿Un alemán…?». No recuerdo a ningún camionero alemán, sus camiones los conducían polacos… 

¿Y si el autor de las cartas fuera aquel muchacho tieso y desgarbado, majote? Sí… empiezo a acordarme. Viajaba como mozo con una cuadrilla de operarios. Iban a solucionar algo en el metro de Barcelona. Llegaron a última hora, cenaron y como estaban cansados de tantos kilómetros se alojaron en el hostal. Los mayores se fueron para sus habitaciones, pero el jovencito empezó a remolonear a mi lado. No me hice de rogar, en absoluto. Por gestos nos entendimos a la perfección. Lo había olvidado por completo. «Liebe». Cómo me suena esa palabra en su boca. Ahora caigo, seré tonta. Las cartas no eran del viajante holandés, sino del muchacho alemán. Seguro. Se había enamorado de mí. Es cierto lo que ha descubierto Isabel. ¿Y qué hago ahora con este descubrimiento a mi edad? Toda mi vida añorando a la persona equivocada. Menuda confusión. Solo consigo salir del laberinto el día en el que, con desesperación, me encaro con una nube: ¿Y tú, descarada, por qué me miras tanto? ¿Cómo te llamas, nubarrón? ¿Será posible que no lo sepa? Este libro no sirve. He de ir a una librería y pedir el Atlas de mis amores para descubrir en el nombre de los vientos su verdad: la historia pasional entre la Ventolina y el Flojito. La auténtica.

[Cuaderno de ficciones, página 30]


CARTAS AL s XX | Una noche de primavera de 1964. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramon Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramon Masats

El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramon Masats

Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

20 de junio, viernes. Jardín de aforismos



Reconozco el itinerario de memoria, pero sigo contando las paradas del autobús para saber dónde he de bajar como si estuviera en una ciudad desconocida.

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Al caminar leo los rótulos de los comercios para encontrar tipografías feas o mal resueltas con las que pelearme.

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Doy un paseo perimetral por el parque, pegado a las rejas para imaginar que estoy dentro de lo que encierra.

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Que la palabra «cita» nombre una frase sapiencial y un encuentro íntimo entre personas desconocidas no puede haber sido fruto de la casualidad.

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Si a las terrazas de los bares las denomináramos «parterres» mejoraría mucho el aspecto fantasioso de la ciudad.

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Que nadie se fije en personas cuyo aspecto carece de cualquier tipo de atracción se debe solo a que no se conoce su nombre. 

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Me pregunto si en los desiertos también se producen espejismos temporales.