31, jueves. Diciembre. La última práctica del epigrama, y 33
28, lunes. Diciembre. LA SIESTA DE UN FAUNO. Cuaderno de notas
1. En 1876 Stéphane Mallarmé
(1842-1898) publica en una carpeta, con lujosa edición de Alphonse Derenne y
acompañado por unos dibujos de Manet, el poema «L'Apres-midi d'un faune»,
subtitulado «Églogue». Una égloga es una composición, por lo general extensa y
dramatizada, de la vida amorosa encarnada en idealizados pastores, más
preocupados por la filosofía platónica que por las ovejas. En la égloga de
Mallarmé, «La siesta del fauno», el personaje principal es una proyección del
dios de los pastores, Fauno, figura controvertida que prefería a su labor de
proteger rebaños la obsesión por cortejar ninfas.
2. Mallarmé empezó a escribir su poema
mucho antes de que entregara a la imprenta la versión definitiva. Como resulta
frecuente en los poemas de su primera época, una profusión decorativa, casi de
estirpe decadente, oculta —como los nenúfares en el estanque convierten en
invisible el movimiento de las carpas— una honda, diáfana y estremecedora
meditación. «L'Apres-midi d'un faune» reflexiona sobre la evanescencia de todos
los actos que fueron de vida y han acabado suplantados por su reescritura en la
memoria. La serie de poemas en prosa que he publicado durante los meses de noviembre y diciembre, en El Visir de Abisinia, concreta
aquella raíz mallarmeliana en otro decorado, el que ha tejido mi escritura para
los pasos de aquella oculta reflexión a partir de algunas palabras elegidas no
por sí mismas, sino porque su aparición en el poema de Mallarmé marca las
inflexiones de un oleaje significativo.
3. En la cubierta de la edición
príncipe de «L'Apres-midi d'un faune», tras el título, el subtítulo («Églogve»)
y el nombre del autor, debajo de este, en cursiva y compuesto en tipo menor, se lee una curiosa mención: «avec frontispice, fleurons &
cul-de-lampe». Mallarmé fue un apasionado de las artes gráficas (no será
extraño que, cuando decida innovar radicalmente la poesía, empiece por la
tipografía). En la cubierta de su poema ofrece una breve lección de composición
gráfica. El libro tiene frontispicio, «florones» (o ilustraciones al inicio del
poema) y «remate» (o viñeta al final del poema). Es decir, está perfecta y
rigurosamente ilustrado. Los dibujos, no especialmente esmerados (por cierto),
son de Manet. Mallarmé no incluye el nombre de Manet en la cubierta, en su
lugar prefiere los términos de las artes gráficas. Los poemas que he escrito a
la sombra del fauno se publican (sin papel ni tinta) solo con «florones». Cumple esta función una serie de fotos que
presenta, en cada instantánea, un entramado que oculta algo que al mismo tiempo
permite que se vea fragmentado o a lo lejos. Como en la memoria la realidad, o
como en los poemas de Mallarmé sus ideas.
4. En la página 13 de la edición
príncipe, Mallarmé dedica su poema: «Ofrezco a tres amigos, cuyos nombres son
Cladel, Dierx y Mendès, este breve poema (que les gustó) les añade un poco de
alivio; pero es justo que mi querido Editor aproveche el raro público de los
aficionados: la ilustración hecha por Manet lo ordena». Es la única vez que se
nombra al pintor en la edición. La frase es ambigua. Lo que da a entender es
que el editor incluye las ilustraciones de Manet para vender más ejemplares,
pero para él el poema ya ha cumplido sus expectativas al gustar a quienes tenía
que hacerlo, sus tres amigos. No coincide con lo que piensan los escritores
contemporáneos, ni siquiera los de estirpe mallarmeliana, más preocupados
(como Manet «ordena») por vender que
por «aliviar». Pero a mí la idea me
atrae tanto como el poema: en la lectura la cantidad es una dimensión prescindible.
5. De la edición príncipe de «L'Apres-midi
d'un faune» existen, según consta en el colofón, «195 ejemplares, de los cuales
20 en papel Japón», o washi. Se imprimieron en el taller de Alphonse Derenne, y
el precio que consigna una etiqueta pegada sobre la contracubierta es de 15
francos. Una cantidad que en 1876 resulta considerable. Si se atiende al valor
en oro de la moneda, su equivalente actual serían unos 200 euros. Aunque en
aquella época la moneda francesa padecía un proceso acelerado de devaluación
que concluiría ochenta años más tarde en un valor residual. En la actualidad,
un ejemplar de la edición siguiente del poema, publicada por Stéphane Mallarmé nueve
años más tarde, se vende a 1.000 euros, muy por encima del valor que pudo tener
como objeto en su momento. Todos estos aspectos a Mallarmé no le preocupaban demasiado. Sin embargo, como diría Anne Carson, tienen su interés. ¿Qué valor
de mercado posee el poema que escribo a la sombra del que se imprimió en papel
japonés? Cero. Nada. Cuando se publican los poemas en internet, el precio de
origen es cero, y cualquier número multiplicado por cero, siempre será cero. No
es un pensamiento optimista, pero sirve para entender lo que está ocurriendo
con la cultura en la época. Su índice se aproxima al cero como indicador de
valor de futuro. Por otra parte, quizá haya una ventaja escondida para la
poesía. Como en sus orígenes (en sus múltiples renacimientos), de nuevo es gratuita.
Si ningún valor. O solo, como diría
Carson, el de ser una gracia. Que es
posiblemente también como la entendía Mallarmé.
6. Cuando preparaba la edición de
«La siesta de un fauno», en 1875, Mallarmé, en carta a un amigo, escribe una
frase que es un manifiesto: «el editor, en la mayor parte de los casos, no es
más que un animal (une brute)». Una
década más tarde, cuando negocia con el editor Léon Vanier una nueva edición
del poema lo único que le preocupa, en las cartas que le envía, son los aspectos
tipográficos. Los discute hasta la acritud. En la célebre divagación «En cuanto
al libro», publicada en la Revue blanche (1889-1903), Mallamé dejó explícita
esta poética: «El libro, expansión total de la letra, debe tomar de ella,
directamente, movilidad y espacioso, por correspondencia, instituir un juego, a
saber cuál, que confirme la ficción». O dicho de otra manera, la cualidad
literaria de lo escrito depende directamente del juego que sea capaz de
establecer la tipografía. En una época en la que la mayor parte de los textos
que se pueden leer ya no se imprime en papel, sino que aparece por pantalla, y
una buena parte de estos son, además, de autoedición tipográfica, la idea
mallarmeliana resulta esencial. El poema empieza a significar desde su ideación
tipográfica, algo que en algunas páginas informáticas resulta imposible, pues
ni siquiera permiten al autor poner una cursiva y mucho menos elegir un tipo;
es decir, el juego del significado no lo inicia quien escribe, sino la
aplicación. A la que no se le pueden, por cierto, enviar cartas.
7. Henri Mondor, que ha analizado
la génesis de «Après-midi d’un faune», rastrea los primeros bocetos del tema
mallarmeliano en 1860, cuando el autor a los dieciocho años aún se encontraba
estudiando —con resultados poco brillantes, al parecer—. El primer borrador,
cinco años más tarde, ostenta un título dubitativo, o «El Intermedio de un
Fauno» o «El Fauno, Intermedio heroico». En la misma época lo adapta como pieza
teatral, y lo propone para una representación con un título apropiado para el
género: «Monólogo de un Fauno». La propuesta de representación no fue aceptada.
El mismo Mallarmé, en carta de la época, anota las razones: «pese a que mi
Fauno le gustó infinitamente, no encontró en él la trama necesaria que exige el
público, y me dijo que era algo que solo interesaba a los poetas». Diez años
después del fracaso teatral, en 1875, envía un manuscrito reelaborado a la
revista Parnasse Contemporain, con un nuevo título: «La Improvisación de un
Fauno». También es rechazado. Un año más tarde aparece la edición príncipe,
cuatro títulos después, ya con el definitivo. Tras esta, el poema aún conocerá cinco
ediciones en vida de Mallarmé (dos en 1885, en 1887, una pirata en 1888 y la
última en 1893). Un poema que acompañó a su autor durante cuarenta años, y al
que denominaba, familiarmente, «le Faune, mon Faune» (el Fauno, mi Fauno).
8. Ha sido ampliamente celebrada
la convicción mallarmeliana de que «La Poesía, próxima a la idea, es Música,
por excelencia», pero tal vez tenga más interés su meditación sobre la métrica,
en el ensayo que titula precisamente «Crisis de verso». El elemento que en la
época empieza a resquebrajarse en el verso es la métrica. Entonces Mallarmé se
mostró partidario con una razón convincente: «una regularidad se mantendrá porque
el acto poético consiste en comprender de súbito que una idea se fracciona en
un número de motivos de igual valor así como en agruparlos». El razonamiento es
perfecto: solo existe «acto poético» cuando conviven pensamiento y sílabas, es
decir, melodía. Tampoco es despreciable el argumento con el que desautoriza a
los defensores de una métrica libre: «de esta liberación a suponer aún o, en
serio, que todo individuo aporta una prosodia, nueva, al intervenir con su
aliento… la broma cae por su peso o inspira el tinglado de los prologuistas». «Après-midi
d’un faune» es, por otra parte, un tratado de métrica clásica con una prosodia
«nueva», inédita. Mi serie a la sombra elige la sombra de la métrica, el poema
en prosa de cien palabras.
9. La estela de «L'Apres-midi
d'un faune» no solo fue densa en ediciones. En diciembre de 1894, Claude
Debussy (1862-1918) estrena una pieza que va a resultar esencial en la historia
de la música, el «Preludio a la siesta de un fauno», obra sinfónica que supone
la consolidación del impresionismo en la tradición musical, un gesto de
afirmación propia frente a al vendaval germánico de la música wagneriana. La
pieza es de una sensualidad y brillo sonoros extraordinarios, realmente, pero
lo asombroso es la capacidad que tuvo de rodearse de genialidad. Vaslav
Nijinski (1889-1950) creó para el «Preludio» la coreografía de su ballet más
célebre, que se estrena en París en 1912 con escenografía e insólito vestuario
del pintor y diseñador ruso Léon Bakst (1866-1924). Y el fotógrafo Adolph de
Meyer (1868-1946) publicó en 1914 un espléndido álbum con treinta fotografías
de la coreografía del Ballet Ruso que había fundado Sergei Diaghilev
(1872-1929). Y Picasso, tan atento a todo cuanto en el tránsito del XIX al XX anunciaba una nueva sensibilidad, usó la imagen de Fauno flautista para diversas obras con aires de
autorretrato.
10. En «Crisis de verso» (cito la
traducción de Jaime Moreno Villarreal, publicada en México D.F. en 1993)
Mallarmé deja explícita su poética: «Para qué la maravilla de trasponer un
hecho del natural en su casi desaparición vibratoria según el juego de la
palabra, entretanto; si no es para de él emane, sin la incomodidad de una
próxima o concreta referencia, la noción pura». ¿Para qué escribir si no se
alcanza con la escritura la pureza? No es, sin embargo, esta la idea más
interesante de la poética mallarmeliana, sino su definición implícita de
escritura: la extraña pretensión, contra la naturaleza efímera de la vida, de
fijarla mediante palabras. De eso, exactamente, trata «La siesta de un fauno». La serie escrita bajo su sombra se puede leer
completa aquí.
21, lunes. Diciembre. Solsticio. Práctica del epigrama 32
16, miércoles. Diciembre. Yo leo, tú lees, él lee
Si
alguien, en una ocasión difícil de que se produzca, me propusiera una reflexión
sobre la lectura, la empezaría citando el fragmento de una novela de Botho
Strauß que se titula La dedicatoria (1977):
«A menudo me ha sorprendido descubrir cuántos libros, de los que considero
importantes, ocupaban la biblioteca de un personaje —a mi juicio— inane». La
virtud de una observación de este tipo es que carece de detractores. Cualquier
lector de la cita puede conjeturar que también él lo había pensado. La razón es
sencilla: si uno divide la sociedad en inteligentes e inanes, los
insignificantes siempre constituyen el equipo contrario. A esto es a lo que se
suele denominar comunicación literaria, cuando quien escribe y quien lee
militan en admiraciones («libros importantes») —cuanto más genéricas, mejor— y
en rechazos («inane») —cuanto más irónicos, mejor—. Este mismo mes lo ha
recordado Guillermo Carnero en las páginas de El Ciervo dedicadas a la poesía (nº 784), género que define como
«un acto de intensidad a través del lenguaje, es decir, mediante signos cuya
misión es la comunicación». Cuando Carnero era estudiante los poetas debatían
si la poesía era conocimiento o era comunicación, ahora que es profesor emérito
compruebo que ha zanjado el debate.
Pero el fragmento de Botho Strauß
continúa: «Me decía: estos impresionantes libros no han influido en este hombre
o al menos no tanto que se le note su lectura». Esta es la almendra de la
meditación, lo del «personaje inane» no era más que la cáscara. Y lo esencial
es que cualquier afirmación sobre la lectura produce («me decía») una duda. O
los libros no han influido o no se nota. Una duda, sin embargo, que está mal
formulada. Porque da por hecho que la lectura tiene un valor objetivo (el que influye y se nota),
extensible a cualquier persona, incluidos los «inanes», quienes, por cierto, si
son capaces de que «no se les note» tampoco parecen tan fútiles. Es decir, que
la lectura de un libro importante produce un efecto importante. A partir de
este principio, Botho Strauß —o el protagonista de La dedicatoria— duda. Porque resulta una contradicción que un ser baladí
acceda al contenido que proporciona una lectura «importante» y continúe siéndolo, según concuerdan al unísono todos los lectores, aunque solo sea para
no ser considerados «inanes».
Es cierto también que en la
comunicación existe un principio de objetividad a partir del hecho de que sea
entendido por el receptor aquello que el emisor dice. Resulta una teoría adecuada
para analizar el lenguaje, cuya expresión es abrumadoramente oral. Ahora bien,
¿funcionan la literatura, la filosofía, el ensayo —los «libros importantes»— igual que la lengua oral? La comunicación oral,
para que se produzca, exige una serie de elementos comunes entre emisor y
receptor; el primero, la lengua. Después, otros contextuales. Conforme el
mensaje sea más complejo, la simetría entre conocimientos de emisor y receptor
ha de resultar más equilibrada. Son estos elementos compartidos los que
aseguran la comunicación y también en los que esta se afianza para producirse. El
ejemplo más claro se puede hallar en el modo de pautar la enseñanza de
cualquier disciplina por parte el emisor, desde los cursos de primaria hasta
los universitarios. A partir de este esquema, para que se asegure la comunicación
entre autor y lector, ambos tendrán que compartir unos conocimientos similares.
Es lo que ocurre con los libros no
importantes (de entretenimiento, best-sellers,
sugéneros…). Su éxito reside en el perfecto cumplimiento de los principios
(orales) de la comunicación.
Ahora bien, cabe preguntarse si también
los «libros importantes» requieren un equilibrio entre autor y lector. La
respuesta es inmediata: en absoluto. Su importancia
deriva del carácter innovador e inesperado, y el establecimiento de una
comunicación efectiva implica, unas veces, el esfuerzo del lector; y otras, el
paso del tiempo. Luis Carrillo y Sotomayor, en el Barroco, ensalzaba: «Una
lengua distinta a la usual, que será difícil y oscura para aquel que no dedique
el mismo cuidado en entenderla que el poeta ha puesto en crearla» (Libro de la erudición poética, 1611).
Esta, la formal, es solo una de las dos caras a través de las cuales se desafía
la idea de que la literatura se crea con «signos cuya misión es la
comunicación». Existe otra más interesante, que es la conceptual. Cuando una
comunicación superficial oculta otra profunda que a veces tarda años, décadas o
siglos en ser descubierta.
Para cualquier lector contemporáneo —situación que podría extenderse durante tres siglos— los episodios más célebres del Quijote representaban un hecho de comunicación simple y cerrado. Por ejemplo, la locura de confundir molinos con gigantes y el divertido vapuleo que la enajenación ocasiona. En él se comparte el desprecio por el «inane» y la ironía de su destino. Cuando en el tránsito del siglo XVIII al XIX los filósofos románticos alemanes leen el Quijote descubren con entusiasmo cómo sus concepciones idealistas habían sido intuidas perfectamente por Cervantes trescientos años antes. Y Hegel, al cabo de la creciente admiración cervantina (August Wilhelm Schlegel, Friedrich Schiller, Schelling), desbarata el contenido del pacto comunicativo superficial con el que era leído el Quijote y revela un nuevo significado, desapercibido hasta entonces: «Don Quijote es un alma completamente segura de sí misma y de su causa a pesar de su locura, o mejor dicho su locura consiste simplemente en esta forma de ser y permanecer tan seguro de sí mismo y de su causa» (Lecciones sobre la Estética, 1835).Los conocimientos del lector son ahora los que descubren el contenido no leído hasta entonces. Otorgando, de paso, a la lectura una dimensión que sobrepasa cualquier esquema de la teoría de la comunicación. Es más, incapacitándola para comprender cómo funciona la literatura.
Esta ausencia de equilibrio entre autor y lector, que aleja los principios de la comunicación, es la que otorga la mayor riqueza posible a la lectura. Y en especial, a la lectura de los «libros importantes». Su ley se podría formular así: en primer término, la lectura detecta en lo leído los conocimientos del lector (no los del autor), es decir, el lector reconoce lo que su condición intelectual le permite reconocer, por ejemplo, en el Quijote la comicidad de los episodios o en Madame Bovary la sensualidad erótica. Y este hecho explica que personajes «inanes» posean en su biblioteca libros magistrales que no les han enseñado nada. Pero la lectura tiene una segunda condición: es capaz de acercar el conocimiento de partida del lector al conocimiento del autor, de modo que al acabarla el lector sea capaz de analizar situaciones que antes ni siquiera veía. Nivel en el que el Quijote y Madame Bovary se leen como indagaciones en la percepción del ser humano, de su entorno y de sí mismo. Y aún existe un tercer nivel, que es cuando el lector es capaz de extraer conocimientos no detectados en la obra leída. Como hizo Hegel. No existen dos lecturas idénticas, salvo de los libros de entretenimiento, por la sencilla razón de que no hay dos lectores iguales de «libros importantes». «Lectura» es un término que solo debería concebirse en plural.