Si
alguien, en una ocasión difícil de que se produzca, me propusiera una reflexión
sobre la lectura, la empezaría citando el fragmento de una novela de Botho
Strauß que se titula La dedicatoria (1977):
«A menudo me ha sorprendido descubrir cuántos libros, de los que considero
importantes, ocupaban la biblioteca de un personaje —a mi juicio— inane». La
virtud de una observación de este tipo es que carece de detractores. Cualquier
lector de la cita puede conjeturar que también él lo había pensado. La razón es
sencilla: si uno divide la sociedad en inteligentes e inanes, los
insignificantes siempre constituyen el equipo contrario. A esto es a lo que se
suele denominar comunicación literaria, cuando quien escribe y quien lee
militan en admiraciones («libros importantes») —cuanto más genéricas, mejor— y
en rechazos («inane») —cuanto más irónicos, mejor—. Este mismo mes lo ha
recordado Guillermo Carnero en las páginas de El Ciervo dedicadas a la poesía (nº 784), género que define como
«un acto de intensidad a través del lenguaje, es decir, mediante signos cuya
misión es la comunicación». Cuando Carnero era estudiante los poetas debatían
si la poesía era conocimiento o era comunicación, ahora que es profesor emérito
compruebo que ha zanjado el debate.
Pero el fragmento de Botho Strauß
continúa: «Me decía: estos impresionantes libros no han influido en este hombre
o al menos no tanto que se le note su lectura». Esta es la almendra de la
meditación, lo del «personaje inane» no era más que la cáscara. Y lo esencial
es que cualquier afirmación sobre la lectura produce («me decía») una duda. O
los libros no han influido o no se nota. Una duda, sin embargo, que está mal
formulada. Porque da por hecho que la lectura tiene un valor objetivo (el que influye y se nota),
extensible a cualquier persona, incluidos los «inanes», quienes, por cierto, si
son capaces de que «no se les note» tampoco parecen tan fútiles. Es decir, que
la lectura de un libro importante produce un efecto importante. A partir de
este principio, Botho Strauß —o el protagonista de La dedicatoria— duda. Porque resulta una contradicción que un ser baladí
acceda al contenido que proporciona una lectura «importante» y continúe siéndolo, según concuerdan al unísono todos los lectores, aunque solo sea para
no ser considerados «inanes».
Es cierto también que en la
comunicación existe un principio de objetividad a partir del hecho de que sea
entendido por el receptor aquello que el emisor dice. Resulta una teoría adecuada
para analizar el lenguaje, cuya expresión es abrumadoramente oral. Ahora bien,
¿funcionan la literatura, la filosofía, el ensayo —los «libros importantes»— igual que la lengua oral? La comunicación oral,
para que se produzca, exige una serie de elementos comunes entre emisor y
receptor; el primero, la lengua. Después, otros contextuales. Conforme el
mensaje sea más complejo, la simetría entre conocimientos de emisor y receptor
ha de resultar más equilibrada. Son estos elementos compartidos los que
aseguran la comunicación y también en los que esta se afianza para producirse. El
ejemplo más claro se puede hallar en el modo de pautar la enseñanza de
cualquier disciplina por parte el emisor, desde los cursos de primaria hasta
los universitarios. A partir de este esquema, para que se asegure la comunicación
entre autor y lector, ambos tendrán que compartir unos conocimientos similares.
Es lo que ocurre con los libros no
importantes (de entretenimiento, best-sellers,
sugéneros…). Su éxito reside en el perfecto cumplimiento de los principios
(orales) de la comunicación.
Ahora bien, cabe preguntarse si también
los «libros importantes» requieren un equilibrio entre autor y lector. La
respuesta es inmediata: en absoluto. Su importancia
deriva del carácter innovador e inesperado, y el establecimiento de una
comunicación efectiva implica, unas veces, el esfuerzo del lector; y otras, el
paso del tiempo. Luis Carrillo y Sotomayor, en el Barroco, ensalzaba: «Una
lengua distinta a la usual, que será difícil y oscura para aquel que no dedique
el mismo cuidado en entenderla que el poeta ha puesto en crearla» (Libro de la erudición poética, 1611).
Esta, la formal, es solo una de las dos caras a través de las cuales se desafía
la idea de que la literatura se crea con «signos cuya misión es la
comunicación». Existe otra más interesante, que es la conceptual. Cuando una
comunicación superficial oculta otra profunda que a veces tarda años, décadas o
siglos en ser descubierta.
Para cualquier lector contemporáneo —situación que podría extenderse durante tres siglos— los episodios más célebres del Quijote representaban un hecho de comunicación simple y cerrado. Por ejemplo, la locura de confundir molinos con gigantes y el divertido vapuleo que la enajenación ocasiona. En él se comparte el desprecio por el «inane» y la ironía de su destino. Cuando en el tránsito del siglo XVIII al XIX los filósofos románticos alemanes leen el Quijote descubren con entusiasmo cómo sus concepciones idealistas habían sido intuidas perfectamente por Cervantes trescientos años antes. Y Hegel, al cabo de la creciente admiración cervantina (August Wilhelm Schlegel, Friedrich Schiller, Schelling), desbarata el contenido del pacto comunicativo superficial con el que era leído el Quijote y revela un nuevo significado, desapercibido hasta entonces: «Don Quijote es un alma completamente segura de sí misma y de su causa a pesar de su locura, o mejor dicho su locura consiste simplemente en esta forma de ser y permanecer tan seguro de sí mismo y de su causa» (Lecciones sobre la Estética, 1835).Los conocimientos del lector son ahora los que descubren el contenido no leído hasta entonces. Otorgando, de paso, a la lectura una dimensión que sobrepasa cualquier esquema de la teoría de la comunicación. Es más, incapacitándola para comprender cómo funciona la literatura.
Esta ausencia de equilibrio entre autor y lector, que aleja los principios de la comunicación, es la que otorga la mayor riqueza posible a la lectura. Y en especial, a la lectura de los «libros importantes». Su ley se podría formular así: en primer término, la lectura detecta en lo leído los conocimientos del lector (no los del autor), es decir, el lector reconoce lo que su condición intelectual le permite reconocer, por ejemplo, en el Quijote la comicidad de los episodios o en Madame Bovary la sensualidad erótica. Y este hecho explica que personajes «inanes» posean en su biblioteca libros magistrales que no les han enseñado nada. Pero la lectura tiene una segunda condición: es capaz de acercar el conocimiento de partida del lector al conocimiento del autor, de modo que al acabarla el lector sea capaz de analizar situaciones que antes ni siquiera veía. Nivel en el que el Quijote y Madame Bovary se leen como indagaciones en la percepción del ser humano, de su entorno y de sí mismo. Y aún existe un tercer nivel, que es cuando el lector es capaz de extraer conocimientos no detectados en la obra leída. Como hizo Hegel. No existen dos lecturas idénticas, salvo de los libros de entretenimiento, por la sencilla razón de que no hay dos lectores iguales de «libros importantes». «Lectura» es un término que solo debería concebirse en plural.