31 de diciembre de 2023, domingo. Meditación del almacenista


Otro año que se va. Todos parecen lentos cuando avanzan, como si arrastraran un gran peso, pero enseguida uno se da cuenta de que han huido ligeros de equipaje. Creo que la razón está en una característica del tiempo de la que no siempre se habla. Su peso. Que al contrario que en los humanos, disminuye con la edad.

En el futuro, el tiempo tiene un peso mayor. A más lejano futuro, peso superior. Por la mañana, en un día laboral, las horas por pasar son las que más pesan. El peso de las de la semana, un lunes, resultan ya enormes. Un año parece insoportable sostenerlo en la cabeza.

En el presente, el tiempo tiene un peso que se equilibra conforme el futuro que se espere en el plazo inmediato. Cuando no se posee peso de futuro el presente es más leve. El momento de abandonar el puesto de trabajo para regresar a casa, por ejemplo.

En el pasado, el tiempo pierde peso continuamente. Un día pesa más que una semana; esta más que un mes; un mes más que un año; un año pesa lo mismo que la década que le precede.

Parece que tendría que ser al contrario. Que el tiempo pasado fuera el más pesado, pero paradójicamente el tiempo resulta más pesado cuanto menos existe. 

26 de diciembre, martes. Cuestión de procedimiento


Veo los capítulos de una serie francesa, Une si longue nuit, hermoso título que aquí se convierte en el rimbombante «La noche más larga». Me llama la atención un subtema que ya he observado en otras películas y series. En esta, tanto el comisario como la abogada del acusado son personajes brillantes, pero  desentonan en el contexto donde aparecen. La razón es fácil de comprender: van a la suya. Quiero decir, no actúan guiados por un procedimiento, ni le prestan atención a las normas, lo que desluce sus resultados. Me ha dado qué pensar, porque desde el primer momento he sentido simpatía por ambos.

         Mi generación creo que comprende muy bien el punto de vista del comisario y de la abogada, aunque en la serie parezcan antagónicos. Soy consciente de lo deficiente que resultó la formación que me dieron, tanto en el viejo bachillerato —memorístico, jerárquico, de contenidos genéricos— como en la masificada y funcionarial universidad a la que asistí. A partir de este punto, el conocimiento que se me ha exigido al realizar las tareas profesionales que he emprendido ha corrido de mi cuenta, y especialmente, de mi experiencia. No entendido este término como tiempo de desarrollo, sino como tiempo de aprendizaje. Ahora bien, aprender con la experiencia tiene sus desventajas, y la fundamental es que está condicionado por la propia personalidad de quien aprende en lugar de por un procedimiento objetivo. Es lo que argumenta a la abogada frente a la colega novata: «yo no tengo método, me fio solo de mi intuición».

         Las generaciones del presente se sitúan en el polo opuesto a la que he descrito como mía. En general han tenido una buena formación: extraordinaria en el caso de BUP, razonable en el bachillerato actual, facultades modernas, profesorado competente, masters por doquier, erasmus variados. Luego, cada empresa dedica infinidad de horas al adiestramiento de empleados. Cursos, cursillos, reuniones, intercambios, estancias conjuntas. Y, sobre todo, una formación férreamente vinculada a los procesos, procedimientos, pautas, normas, métodos, etcétera. Con un único fin: que la experiencia —como tiempo de aprendizaje— no se filtre nunca en la práctica profesional.

         Dos maneras de encarar las cuestiones. Lo que dice el reglamento, lo que sugiere la intuición. No me parece extraño que anden a la greña en series y películas. En general, no me puedo quejar, aún afeados, los personajes hechos a sí mismos suelen ser los héroes de la ficción. Es posible que también de la realidad. Pero no me hago ilusiones. El comisario de la serie acaba de jubilares. La nueva comisaria aplicará el procedimiento a rajatabla. No sé si lo hará mejor (la serie solo tiene una temporada), pero de lo que sí estoy seguro es de que el futuro es suyo. La experiencia como aprendizaje es ya un mito. Como la libertad de prensa cuando ya nadie lea los periódicos. 

20 de diciembre, miércoles. Jardín de aforismos: cobertizo


Hay tiempo libre solo cuando uno no lo quiere para nada, como en la consulta del dentista.

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No escribo aforismos, me ahorro explicaciones.

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Los artistas que trabajan con pinturas acrílicas parecen componer obras destinadas a su venta en mercadillos populares.

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El cultivo del aforismo tiene algo que ver con la práctica de la acuarela, no se necesita precisar lo que se muestra.

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En las excursiones campestres disfruto, sobre todo, cuando tengo la oportunidad de pronunciar ciertas palabras: colina, arroyuelo, hondonada.

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Un aforismo es una puerta que alguien ha dibujado en una tapia. Por la que se puede atravesar al otro lado.

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Aunque nadie lo haya reconocido, sospecho que en la moda masculina se ha vuelto a imponer la cota de malla por debajo de la camisa de flores.

7 de diciembre, jueves. Balada del llanto


En el silencio de la noche, un ladrido basta para despertarlo. Si otro perro le responde, aunque sea a lo lejos, llora. Y ya no hay manera de dormirlo. Enciendo la luz de la lámpara más tenue que tengo. Si abro los postigos de la ventana, el resplandor de la farola ilumina más. Le susurro palabras dulces. Me muevo despacio por la habitación. Dudo. Y rezo para que el susto que ha alertado al perro haya pasado de largo. Y se tumbe, cierre los ojos. Esté calladito. En las noches en calma, no hay ningún otro ruido. Ningún argumento para que no siga durmiendo. Solo si uno ladra. La cerilla que inicia, a veces, el incendio de ladridos. Y cuando se despierta, abre los ojos de par en par. Ríe o llora, según. Quiere que le coja. Levantarse. Jugar. Pero de repente mira la ventana y la oscuridad le asusta. No hay nadie más en casa. Solo estamos el bebé y su madre. A veces me gustaría verme en una fotografía así, bailando con él en brazos en mitad de la noche para tratar de calmarlo. Creo que la imagen me produciría una ternura infinita. La necesito, porque no siempre la experimento mientras protagonizo la escena.

         Pero no hay nadie para fotografiarnos. Ni al bebé, ni a mí. Ni cámara. La aborrecí. Le empecé a hacer fotos, como una posesa, al recién nacido. Hasta que me puse a verlas. En todas estaba solo. Un bebé precioso, muy bonito, pero tumbado en la cuna, en mitad de mi cama, en el sofá, en la alfombra, en el cochecito, en el césped del parque. Yo hacía las fotos y su madre no aparecía por ninguna parte. Un día fui a hacernos un selfi y casi se vuelca desde brazo con el que lo sostenía. Ya no le hago fotos. Que lo guarde la memoria, y si la memoria lo borra con el tiempo, que lo lamente la melancolía, que para eso está. Cuando viene alguien a casa, a verlo, a veces nos hacen fotos juntos. Pero se las llevan. Me da cosa pedírselas. Mendigar una estampita. Si ha quedado bonita me la envías, me atrevo a sugerir. Claro, claro, me dicen. Pero tengo la impresión de que cuando salen de casa las borran de inmediato, para que no ocupen el espacio de las fotos que les gusta hacer. ¿Para qué quieren una foto nuestra, del bebé y mía, si no somos nada suyo?

         A veces, cuando los perros se han lanzado a una sinfonía desaforada de ladridos, y ya nada hay en el mundo que pueda sujetarlo a la cuna, lo levanto y lo paseo por las habitaciones. Le cuento cómo será su vida cuando sea mayor. Habrá unos años hermosos, mientras te lleve de la mano al colegio cada mañana, le explico. Pero cuando crezcas te pelearás conmigo. Querrás dejar los estudios, irte por ahí, vivir tu vida. Enterrarme. Aprovechar que no tienes padre para deshacerte de tu mami, le digo. Te olvidarás de escribirme y yo, como una idiota, abriré cada mañana el buzón que sabré que permanece, como siempre ha estado, vacío. El trabajo te absorberá mucho cuando te telefonee para saber de ti. Me lanzarás promesas, le cuento, igual que de niño le vas a lanzar migas a los peces del estanque, y luego te darás la vuelta y echarás a correr a la caza de una lagartija. Es la vida, le aclaro. Y él me responde: gu gu. Y danzamos, solos en mitad de la noche, los dos completamente despiertos, el ballet de La bella durmiente.

[Cuaderno de ficciones, página 13]

CARTAS AL s XX | 16 de junio de 1962, sábado. Garota de Ipanema


En aquella época admiraba a un poeta portugués que nadie conocía en Brasil, Fernando Pessoa, aunque se había hecho llamar por otros nombres, como quien huye de que alguien le reconozca. Tenía un alter ego, Álvaro de Campos, que era un poeta futurista y escribía sonetos. Aún recuerdo uno de memoria, en especial unos versos que creía escritos para mí: «Ve a dar después / la noticia a esa extraña Cecily» —¿quién sería mi Cecily?— «Que creía que yo sería grande». ¿Heloísa? Sí, tal vez lo haya sido. ¿Creía Helô que el camarero que le vendía cigarrillos sueltos a diario sería grande? Quienes me rodeaban sí han acabado siendo grandes, los mayores de la música popular brasileña, y grande en especial resultó aquel día que ahora, antes que recuerdo, se ha convertido en la única historia que se puede contar de mi vida. Ni sé las veces que la he explicado. Hasta la muchachita de los cigarrillos ha acabado siendo una celebridad que vende bikinis por todo el mundo. Todos enormes menos yo, el único que estaba seguro que de verdad lo sería.

Sea como haya sido, el caso es que todo empezó por mí. Sin mí, nada de lo que ocurrió hubiera existido. Y no lo digo por las bebidas que les serví aquella tarde, como tantas, a Tom y Vinícius, dos habituales del Bar Varela, en Ipanema, donde trabajaba como camarero. Tom mediaba la treintena, yo era más joven, solo la presentía, y Vinícius era mayor y un escritor conocido. Un señor. Aunque se comportaba como un adolescente. Habían venido a trabajar. La mesa estaba invadida por papeles. Era un sábado de junio. Empezaba entonces el invierno. No había demasiada clientela, así que me distraía oyéndoles discutir.

Vinícius de Moraes, el poeta, había escrito una escena para un musical en la que trabajaban juntos. Se la explicaba a Tom en voz alta y con profusión de gestos. No necesitaba estar encima de ellos para seguir la secuencia. La cosa iba así: el personaje llega cansado de todo, de tantas complicaciones, de la ausencia de poesía, ni pajaritos vuelan por el cielo, con miedo a la vida y con miedo al amor. Y en una tarde así, tan vacía, ve una muchacha preciosa que avanza meciéndose camino del mar. Este era el motivo de la discusión. Tom Jobim aducía que aquella muchacha era de cartón. Que a la legua se veía que no existía. Que no servía como revulsivo de la abulia del personaje. No mostraba vida. Ni alma. Vinícius defendía a brazo partido lo que había imaginado. «Verás —decía—, está hecho polvo, necesita un horizonte. La escena es exactamente eso, una epifanía, ¿no lo ves?». Y Tom reponía: «Claro que lo veo, pero la muchacha que aparece de la nada carece de cuerpo, no existe. Nadie la ve. Ni tu personaje, que la describe con la misma pasión que un funcionario sella una póliza». «En absoluto —clamaba el poeta espoleado porque había dedicado a la administración pública una parte de su vida—, lo decisivo es que el personaje la vea, y a través de él el público será capaz de admirarla en su mente como si fuera de carne y hueso, bien real». Y remataba la faena con un buen ataque: «Además, que sea creíble o no solo depende de tu música, así que ponte las pilas».

De repente Tom se calla, deja de objetar, se queda con la vista perdida, pero no se le ha extraviado. Ahí es donde entro yo en escena. Me llama: «Oh, Paulo, ¿de quién es esa guitarra?». Y señala un bulto que parece olvidado en una esquina del bar, al final de la barra. «Es que después tengo ensayo —le digo—, pero si quieres te la presto». «Claro», afirma. La desenfundo y se la acerco a la mesa. Marca un par de notas y me dice que está bien afinada. Se lo agradezco igual que Álvaro de Campos las palabras de su extraña amiga Cecily. No sé si Tom Jobim también creía que yo sería grande, pero él ya lo era. Como nacido de la nada empieza a tocar, en mi guitarra, un compás de samba, pero más lento, más etéreo, una ensoñación de música con la virtud de arrancar aquel instante del tiempo.

Y como por arte de magia, en aquel exacto instante entra en el bar una jovencita ataviada para adentrarse de inmediato en la playa. Cruza la sala por completo con paso descuidado, pasa delante de la mesa donde Tom rasguea mi guitarra y se detiene al final de la barra, donde le vendo a diario un par de cigarrillos sueltos del paquete que tenemos para estos casos. Me deja en la mano los cruzeiros habituales, se da la vuelta y se dirige hacia la calle con la misma dulzura en el paso que Tom le imprime a las notas en la guitarra, que sigue sonando, casi sin que nadie pulse las cuerdas, porque tanto Vinícius como Tom se han quedado con la boca abierta como si por delante de ellos hubiera atravesado la sala una visión. Y en ese mismo momento, la voz rota de Vinícius, como si estuviera recitando de memoria una letanía, empieza a cantar sobre los compases de Tom: «Mira qué cosa más linda, más llena de gracia, es la muchacha que viene y que pasa con dulce balanceo camino del mar. Moza de cuerpo dorado por el sol de Ipanema, su contoneo es más que un poema, es la cosa más linda que he visto pasar».

«¿Quién es?», me pregunta luego Vinícius enseñándome la servilleta donde ha caligrafiado de cualquier manera todo lo que se le ha ido ocurriendo mientras improvisaba. Como respuesta solo sé balbucir algunas informaciones inconexas: «La llaman Helô, es una vecina a quien sus padres no le dejan fumar». Y el poeta, con los ojos iluminados, clama: «Benditas prohibiciones».