29 de julio, viernes. El taller


En el cultivo de las artes existe un ingrediente de transmisión, una continuidad. Es una idea antigua, porque la época le ha puesto fin. Un artista que enseña a otros su arte se le considera un fracasado. El artista exitoso es el que vive aislado en su burbuja artística. Una idea que en el Renacimiento hubiera sido considerada como una aberración. Pero el momento actual es así. Antes, el músico enseñaba a otros músicos, el pintor mantenía un taller con aprendices, el escritor daba clases de literatura. Ahora solo los músicos, pintores o escritores subestimados se han dedicado, como yo, a la educación. Igual que en tantas otras ideas, no estoy de acuerdo con mi tiempo. O, quizá sea mi época quien no quiere sabe nada de mí. Y la entiendo, yo haría lo mismo si no pensara como pienso. 

[Libro V, Epigrama XVIII]

25 de julio, lunes. Lo que hay detrás de una lengua


En una tertulia que sigo los miércoles, uno de los sabios que la animan realiza una afirmación que me ha tenido en vilo una semana: «las grandes lenguas ya no generan identidades». En cierto modo es cierto. Pero hay algo que me impide otorgar la razón completa a la tesis. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que, en EEUU, los emigrantes de origen hispanoamericano de ciertos países —no de todos—, les hablen sistemáticamente a sus hijos en inglés. Es algo que también he visto con frecuencia en mi ciudad, incluso entre hablantes de una de sus dos lenguas que les hablan a sus hijos en la otra. Le he dado vueltas al asunto y creo que el problema está en el contenido de la palabra «identidad», a la que suponemos el atributo «cultural», que es lo que se ha perdido. La «identidad» que otorgan las lenguas de prestigio en una sociedad es la del «estatus», es decir, la de «clase», eso que creíamos desaparecido, pero que, como tantas lacras del silgo XIX superadas, regresa vigorizada en el XXI. 

[Libro V, Epigrama XVII]

18 de julio, lunes. Encomio de la correspondencia


El supervisor de guardia aquel día certificó la incorporación de G.B., célebre filósofo y activista social, a su puesto de trabajo. A las puertas del edificio central de Correos llegó acompañado de lo que dijo ser su equipo, que el vigilante de la entrada calificó de «inestable» por la dificultad que observó entre quienes pretendían acceder a las instalaciones para mantenerse vestidos. Como les impidiera el paso, el funcionario G.B. se despidió de los suyos con un gesto ampuloso y a continuación activó el torno de entrada con su tarjeta personal.

         No estaba prevista otra actividad para el empleado G.B., que si bien había concurrido con éxito a las oposiciones para repartidor público de correspondencia en la convocatoria realizada cuarenta y cinco años antes, en el mismo momento de recibir su nombramiento había solicitado una excedencia especial, contemplada por la normativa, que se había extendido hasta la solicitud de reincorporación, que se hacía efectiva en aquel momento.

         Con buen criterio profesional, se le adscribió al cartero G.B., después de valorar su inexperiencia profesional y la inconveniente edad para adquirirla, el servicio de repartidor nocturno de correspondencia urgente, vacante desde que la desaparición de la telegrafía implicara la inutilidad de esta tarea.

No se esperaba, por lo tanto, otro movimiento aquella primera noche laboral de G.B., pero a las dos de la mañana apareció encima de la mesa del supervisor una carta con indicación de extrema urgencia que, dirigida a un domicilio de la ciudad, había sido remitida por alguien cuyo nombre y apellido coincidían con el del repartidor readmitido. Sin otra opción, lo llamó, le entregó en mano la carta y le apremió a realizar la prestación con provecho y agilidad.

Al verle salir, el equipo, que se había refugiado en un portal próximo a la sede de Correos, avivó sus marcas de inestabilidad. Funcionario y compañía caminaron ruidosos por las silenciosas calles hasta la dirección indicada en el sobre, el antiguo domicilio del filósofo, que abrió la puerta de acceso con su propia llave y subió a pie, excitado, los cinco pisos que le separaban de la exactitud de las señas.

Una mujer de edad, con una bata mal cerrada sobre el camisón, que sobresalía por todas partes, abre la puerta y pronuncia el nombre del remitente y mensajero arrastrando los sonidos, como haría la madre ante un hijo reincidente en el mismo capricho. «Otra vez tú», añade, aunque solo con valor retórico. «Reparto nocturno urgente. Si me puede firmar aquí», se limita a decir el activista social con el aplomo de quien está versado en entregas. Pero no puede reprimir a continuación una palabra incoherente con su función: «Ábrala». Y la mujer, despacio, con intriga, acaba abriéndola. Dentro del sobre encuentra una hoja doblada. La desdobla. Por un lado, está en blanco. Por el otro, también. «No me has escrito nada, Georges.» «He tenido mucho trabajo. Es mi primer día en Correos.» «Noche», apostilla la decepcionada destinataria. «Mi primera noche, sí. Qué agobio. Tenía que darme prisa para conseguir traerte personalmente la carta».

Al día siguiente el empleado G.B. entregó en la oficina de personal una nueva solicitud, la excedencia hasta la fecha de su jubilación legal en el servicio. 

[Cuaderno de ficciones, página 2]

7 de julio, jueves. Nociones de permanencia


La idea de que poseemos objetos que nos sobrevivirán es una concepción barroca. Y el Barroco dio los primeros pasos de la época en la que aún seguimos, aunque es posible que el hecho de que las cosas tengan más esperanza de vida que sus dueños ya haya dejado de ser una de las grandes pesadillas del ser moderno. Hoy los objetos se diseñan para que sean comprados varias veces a lo largo de una vida, es decir, difícilmente ninguno durará más que su dueño. Por mi parte, aún no he terminado de pensar en lo que me sobrevivirá. O tal vez sí. He acumulado carpetas durante años con materiales, los usara o no. La última semana antes de cerrar un ciclo profesional me encontré con un armario lleno. Montañas de papel que no podía conservar. La memoria caligrafiada de algunas décadas de trabajo. Bien, sin tiempo para otra solución, con los ojos cerrados, fue todo a la basura. De reciclaje, por supuesto. No me supo mal. Estaba, quizá, entrenado. Durante años he visitado los Encantes con asiduidad, donde se saldan los restos de vidas que ya no están. Y por el suelo estoy acostumbrado a revolver no solo libros, pinturas o muebles, sino también cartas, diarios, papeles íntimos, económicos, todo cuanto la gente cree que les sobrevivirá. Allí aprendí que la única trascendencia es el presente. Ni siquiera lo que hoy salvo guardándolo se redimirá. Tarde o temprano, acabará en los Encantes.

[Libro V, Epigrama XVI]