El supervisor de guardia aquel
día certificó la incorporación de G.B., célebre filósofo y activista social, a
su puesto de trabajo. A las puertas del edificio central de Correos llegó
acompañado de lo que dijo ser su equipo, que el vigilante de la entrada calificó
de «inestable» por la dificultad que observó entre quienes pretendían acceder a
las instalaciones para mantenerse vestidos. Como les impidiera el paso, el
funcionario G.B. se despidió de los suyos con un gesto ampuloso y a
continuación activó el torno de entrada con su tarjeta personal.
No
estaba prevista otra actividad para el empleado G.B., que si bien había
concurrido con éxito a las oposiciones para repartidor público de
correspondencia en la convocatoria realizada cuarenta y cinco años antes, en el
mismo momento de recibir su nombramiento había solicitado una excedencia
especial, contemplada por la normativa, que se había extendido hasta la
solicitud de reincorporación, que se hacía efectiva en aquel momento.
Con
buen criterio profesional, se le adscribió al cartero G.B., después de valorar
su inexperiencia profesional y la inconveniente edad para adquirirla, el
servicio de repartidor nocturno de correspondencia urgente, vacante desde que
la desaparición de la telegrafía implicara la inutilidad de esta tarea.
No se
esperaba, por lo tanto, otro movimiento aquella primera noche laboral de G.B.,
pero a las dos de la mañana apareció encima de la mesa del supervisor una carta
con indicación de extrema urgencia que, dirigida a un domicilio de la ciudad,
había sido remitida por alguien cuyo nombre y apellido coincidían con el del
repartidor readmitido. Sin otra opción, lo llamó, le entregó en mano la carta y
le apremió a realizar la prestación con provecho y agilidad.
Al verle
salir, el equipo, que se había refugiado en un portal próximo a la sede de
Correos, avivó sus marcas de inestabilidad. Funcionario y compañía caminaron
ruidosos por las silenciosas calles hasta la dirección indicada en el sobre, el
antiguo domicilio del filósofo, que abrió la puerta de acceso con su propia
llave y subió a pie, excitado, los cinco pisos que le separaban de la exactitud
de las señas.
Una mujer
de edad, con una bata mal cerrada sobre el camisón, que sobresalía por todas
partes, abre la puerta y pronuncia el nombre del remitente y mensajero
arrastrando los sonidos, como haría la madre ante un hijo reincidente en el
mismo capricho. «Otra vez tú», añade, aunque solo con valor retórico. «Reparto
nocturno urgente. Si me puede firmar aquí», se limita a decir el activista
social con el aplomo de quien está versado en entregas. Pero no puede reprimir a
continuación una palabra incoherente con su función: «Ábrala». Y la mujer,
despacio, con intriga, acaba abriéndola. Dentro del sobre encuentra una hoja
doblada. La desdobla. Por un lado, está en blanco. Por el otro, también. «No me
has escrito nada, Georges.» «He tenido mucho trabajo. Es mi primer día en
Correos.» «Noche», apostilla la decepcionada destinataria. «Mi primera noche,
sí. Qué agobio. Tenía que darme prisa para conseguir traerte personalmente la
carta».
Al día
siguiente el empleado G.B. entregó en la oficina de personal una nueva
solicitud, la excedencia hasta la fecha de su jubilación legal en el servicio.
[Cuaderno de ficciones, página 2]