Ayer recibí los ejemplares de un
libro recién impreso. Una preciosa edición de Juanjo Martín Ramos, mi editor
«de cámara». Por la noche me siento y leo unas cincuenta páginas. La primera
lectura de un libro, normalmente la única, reconozco que es una sensación, aunque
no sabría adjetivarla. Una sensación, sin más. No siempre grata. He corregido
seis juegos de pruebas de imprenta, y ahora leo frases, expresiones, palabras
que me veo capaz de mejorar. ¿Por qué el libro que se podría escribir es
siempre mejor que el que se ha escrito? Donde de verdad disfruto es en los
pasajes que no recuerdo en absoluto. De muchas entradas del diario reconozco lo
que leo, pero en otras es como si las leyera por primera vez. Y se cuelan en el
espejismo de que sea yo mismo un lector mío. No como otro leyéndome a mí, o yo
leyendo a otro, sino siendo yo mismo quien lee a otro escritor que resulta que
soy yo. Creo que me he adentrado en un galimatías. Mejor dejarlo.
Desde
hace algo más de una década inicio cada año, en enero, un proyecto literario.
Nada ambicioso —ni una
novela, ni en ensayo, nada de eso—; una simple serie. Un año fueron haikus; otro, epigramas. Cosas así, leves. Que
no pese dejarlo guardado después en un cajón. Tampoco es un proyecto privilegiado,
simplemente es un propósito para distinguir, en algo, un año de otro. A finales
de 2018 se me ocurrió escribir un diario. Cronológico, al uso, convencional en
todo. Pero como era una serie, alguna
condición debería cumplir. Resultó, en este caso, obvia: que fuera diario, literalmente. Sin saltarme
ningún día. Sin festivos.
El uno de
enero de 2019 escribí la primera entrada. Un par de folios. Por la noche los descarté.
Ocurrió lo más desalentador: carecía del tono que quería y de tiempo para
conseguirlo. Aunque reparé en un par de líneas de lo redactado que me gustaban.
Borré lo demás y ahí vi, agazapada, la melodía que deseaba para este libro. La
mañana del dos de enero, de vacaciones navideñas, escribí otro folio. Lo revisé
al anochecer y no tuve que añadir ni quitar nada. A los diez días, multipliqué
lo que había escrito por 365 y me asustó el volumen de páginas que podría tener
mi diario. Aquel volumen carecía de sentido, había dejado de ser un proyecto
leve. Seguí escribiendo, pero con la certeza de que tenía que acotarlo: «cien
días». El universo en una brizna de hierba.
Elegí escribir en 2019 un diario porque presentí que era el último. De hecho, hasta ahora, lo ha sido: el 2020 amaneció con el regalo envenenado de una pandemia que impuso graves alteraciones de la vida cotidiana que aún no han desaparecido. No fui tan vidente, claro. El 2019 era el último curso que impartiría íntegro, después de treinta y cuatro años de dar clase. No había formado parte mi oficio de mi mundo literario. Es cierto que en dos novelas —Al oeste de Varsovia y Doménica— hay un contexto académico en la trama, pero queda tan lejos de mí como cualquier otra profesión que aparezca en estas u otras novelas. Solo si escribo un diario, pensé, podré hablar de mis horas docentes reales. Fue el propósito. Luego, he comprobado que apenas le dedico alguna que otra entrada a las clases, pese a haber sido el contexto necesario de todas ellas, porque al escribir día tras día, sin interrupción, se descubre que lo presencial, aunque ocupe muchas horas, resulta nimio al lado del pensamiento. Lo que apenas consume tiempo real con frecuencia se extiende hacia el infinito por el tiempo mental. Y este vive como un monje benedictino copiando la escritura del pasado sobre el pergamino de la memoria. Es lo que el diario ha acabado enseñando al profesor: la mayor parte de las horas que uno transita ocurren en medio de un desierto de hechos insignificantes. La presión de la escritura continua acaba olvidándose de la descripción de anécdotas para adentrarse en los enigmas del autorretrato. Es lo que refleja el río cuando uno se asoma a sus aguas con la intención de verlas pasar.