El
mejor plano que conozco de esta plaza es el nadir. Uno levanta la vista y las
fachadas de los edificios encuadran el cielo, nuboso o despejado, en un
trapecio que cabe entero en la mirada. O, también, en el objetivo de la cámara
bocarriba. Todo lo que hay en la plaza se puede contar con los dedos de una
mano: una palmera, dos portales, dos bocacalles y cuatro edificios (dos
frontales, uno lateral y unas traseras). Se la encuentra el viandante en el
trazado medieval de la ciudad, y más que una plaza parece una chicane entre dos
calles rectas, una que llega por el sudeste y otra que continúa por el
noroeste. Los honores de plaza —y no plazuela, como lo son las de su breve dimensión—
se los debe a la Casa de los Entremeses, que continúa más allá encajada por la
estrechura de la calle de las Beatas, una casa noble de cuatro plantas
dieciochescas.
El nombre de las plazas con el tiempo
se desvirtúa y se convierte en literatura. No puede uno pasar por su escasez de
realidad sin imaginar en el vacío un coro de mujeres con velo negro y manos
orantes. Es lo que a mí se me ocurre, pero otros prefieren actualizarlo: la
forma catalana del nombre, «Beates», solo necesita una ele en medio para
cambiar el paradigma de la imaginación: «Beatles». El nombre original deriva de
la Orden Tercera de las religiosas dominicas, fundada por Sor Juana Morell en
Barcelona, en 1522. Beatas era el apelativo que las distinguía de las religiosas de la Orden
Segunda, y su convento estuvo ubicado en esta plaza, en las inmediaciones del
gran monasterio dominico de Santa Catalina, derribado en el siglo XIX y
convertido en un mercado que hoy luce una reforma espléndida, con una cubierta
espectacular, obra del añorado arquitecto Enric Miralles y de Benedetta
Tagliabue.
Entre las pocas cosas que hay, no
existe ningún banco ni asiento público, pero el último día que atravesé la
plaza y estuve fotografiándola, bajo las ventanas del Círculo Artístico de Sant Lluc, que solo ofrece su fábrica
lateral, dos balcones y tres ventanas, algún vagabundo había colocado un sofá
de salón, de color verde intenso con algunas sombras de tizne, junto al que
guardaba, entre cartones y plásticos, otras míseras pertenencias. Con ser un
objeto poco apetecible para el descanso, allí, junto a los pilones de la
basura, recreaba un hogar inexistente. O mejor, su simulacro, una imagen que
provocaba en el paseante ocioso una cierta compasión, casi un reflejo, por la
pobreza del mendigo y también de la historia de la propia plaza, que —como
anota Franz Kafka en su Diario del
año 1911— «es en realidad la compasión por el triste destino de tantas
aspiraciones nobles y sobre todo de las nuestras».