Hay
un aforismo del poeta José Manuel Benítez Ariza que parece escrito a propósito para
este espacio: «La soledad: esa plaza bien soleada a la que otros se asoman y la
creen vacía, cuando lo cierto es que es la propia plaza la que se llena de sí
misma». El «vacío» de este lugar no es solo físico, sino quizá también
metafísico: la única plaza de la ciudad que no existe en ningún mapa. Carece de
nombre. Aunque posea todos los significados que permiten identificarla como
plaza: un rectángulo perfecto inscrito en el trazado de las calles, subrayado
por un marco de jacarandás a cuya sombra reposan algunos bancos; no muchos, tal
vez, para subrayar su condición de solitaria. Y en medio, una fuente. Una
fuente corriente, sin más entusiasmo decorativo que el estilo municipal, pero
centrada sobre un óvalo de losas claras. Una plaza llena de sí misma, pero vacía
de nombre.
Me pregunto, en esta plaza a la que
solo está mirando un soso edificio de Aduanas, de qué está llena. Enseguida me he dado cuenta de que me gusta pasear por ella
porque conserva el adoquinado antiguo, el que cubría la ciudad cuando era un
niño. Un empedrado odioso porque obligaba a ir dando saltos a los automóviles,
que prefieren la uniformidad del asfalto de carretera. El adoquinado, que es el
pavimento propio de las ciudades, transmite a las plantas de los pies la
irregularidad de su hechura convexa, y a los ojos la locuacidad de la piedra,
aunque talladas iguales, cada una refleja la luz de manera diferente a las
demás. La plaza que hay en la calle Marquesa está llena de pasado. La propia
fuente también lo ensalza. Y la acera del tramo longitudinal que no está
flanqueado por vía de tránsito, sino por el lienzo de un edificio, está
cubierta por las losas cuadradas de piedra blanca que antiguamente pavimentaban
las aceras, y en cuyas ranuras asoma cuadriculadas hileras verdes de hierbas y
maleza en miniatura, signo de que ya no se transitan.
Proporcionan los jarcarandás una sombra
desordenada en verano, por la que es difícil transitar dada la escasa altura de
las copas, y en su frondosidad pintan la plaza con un matiz oscuro y grave. Su
esplendor, que lo tiene, es efímero. Apenas dura un par de semanas en la
segunda quincena de marzo, durante el florecimiento de los árboles. Una luz
morada invade el aire y también el adoquinado, que se transforma. Los pétalos
caídos parecen reflejar, desde un estanque misterioso en el que se hubieran
convertido las piedras, las ramas florecidas. Nombre no lo tuvo nunca, pero sí
función. Cuando la estación que está enfrente, en su costado oeste, era la
estación central de la ciudad y no una parada urbana más, en sus bancos se
acomodaban viajeros al cuidado de maletones sujetos con cuerdas aguardando que
colocaran en la vía correspondiente el tren indicado en los billetes que
sobresalían en el bolsillo de la camisa. Esta pequeña y grata plaza era solo un
momento en la espera. Cuando los vagones empezaban a temblar y los herrajes a
gemir bajo los asientos de segunda, nadie iba a recordar el trago de agua
bebido en su fuente. Este es el nombre verdadero de esta plaza: Olvido. Esa
plaza que se abandona para partir hacia otro destino.