22 de julio, martes | Un estante nuevo



Coloco un estante más en la pared del estudio donde se encuentran los volúmenes de poesía contemporánea. Es el último espacio disponible, sobre un ventanuco, entre dos cuerpos de libería. Me ha de servir para incorporar las adquisiciones del año y esponjar un poco los estantes aledaños. No para mucho más. Conservo varios miles de ejemplares, que se extienen por tres de las cuatro paredes. Sin duda, es el género literario del que guardo más títulos. De algunos poetas tantos que ocupan casi la mitad de un estante. Mientras los redistribuyo no evito echarle un vistazo a cada uno de los ejemplares que muevo. La tarea así no se agiliza, pero tampoco tengo prisa.

        Hay libros que, de repente, me gusta saber que los tengo. Otros, no solo sé que están ahí desde hace años, sino que despiertan de inmediato algún recuerdo. De lectura o de circunstancias. No falta el que abro al azar ni aquel donde busco unos versos que quiero volver a leer. La mayor parte de los autores son mis coetáneos. Algunos ya no están, pero sus libros los compré cuando aún los publicaban. Conocí a muchos, aunque solo fuera de una manera circunstancial, y he tratado con asiduidad, en el curso de los años, a bastantes más de los que recordaría en una lista. Son evocaciones que aparecen al poner en orden una biblioteca. Y cuando acabo la tarea, y, como rito de inauguración, le hago una foto al nuevo estante, me quedo pensando.

        No es fácil ser poeta en esta época. Es verdad que a finales del siglo pasado había muchos, de casi todos tengo al menos un título; en este siglo el número de poetas se ha multiplicado de manera exponencial, y ahí mi biblioteca ya ha empezado a desentenderse. Un poco. Ser poeta parece ahora una tarea fácil. Al alcance de cualquiera que desee realizarla. Ser dramaturgo, por ejemplo, reslulta más complicado. De todas formas, el pensamiento que de repente ha brotado no habla de este ser poeta. Sino del otro, del que es más difícil.

        La poesía es, en esencia, una indagación lírica. Su acendrado carácter la limita al ser de quien la escribe; su propósito de búsqueda implica, en consecuencia, un desconcimiento sustancial. Ambos aspectos, en una sociedad tan abigarrada de significados que reclaman atención, tiende a producir un interés próximo al cero. Lo que un ser anhele encontrar en lo que ignora de sí mismo me temo se halla en las antípodas del interés contemporáneo. Escribir poesía con fidelidad a la poesía desaparece a ojos vista. En su lugar, también se puede escribir poesía que se identifique con espectativas de lectores contemporáneos. Como hay tantos significados en la sociedad del presente, de hecho, ni siquiera requiere excesivo trabajo: la poesía humorística ofrece aplauso inmediato; a la poesía comprometida no le faltan asuntos que reivindicar, ni lectores que lo reclamen. Siempre se puede recurrir a la sociología, que junto a la comunicación son los sustitutos actuales de las viejas disciplinas que, como la historia, la filología o la filosofía, a veces hasta incluso pierden de vista sus nombres. El erotismo, en caso de desesperación, ayuda a hacerse un nombre. En fin, ser poeta con audiencia contemporánea no oculta ningún secreto.

        Cuando hayan pasado las décadas y alguien quiera conocer la poesía de este presente, ya antiguo entonces, es presumible que no sienta ningún tipo de intrés por aquello que interesa en el momento. Es una ley del péndulo que conocemos bien, Y quien se interese por estos aspectos coyunturales puede conocerlos mejor en el resto de géneros litearios (narrativa, crónica, diarística...). No creo disparatado pensar que la poesía actual por la que sienta atracción el futuro sea aquella que enraíza exclusivamente en un ser singular, complejo y diferente. Incluso solitario. Quien ahora pasa del todo desapercibido. Qué difícil, entonces, resulta escribir poesía. Hay que decidir si uno pretende escuchar el aplauso de los lectores o se conforma con la hipotética atención de un tiempo incierto y ajeno. Una decisión que paraliza la escritrua que duda, pero que, sin embargo, multiplica cada temporada el número de ediciones de poesía. De libros cuyos autores no han dudado escribirlos ni un instante. Ahora bien, he de reconocer que la única solución plausible del dilema que planteo es, claro, que la disyuntiva no exista. Y que la divagación no haya sido más que un espejismo tras una efímera mañana en la biblioteca personal. 

 

20 de julio, domingo. Jardín de aforismos



Hay vida antes de la nada, posiblemente la misma que haya después. Igual que ocurre con los carteles publicitarios en el margen de la carretera.

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Mirar el cielo en un espejo posiblemente delate un terrero húmedo en exceso e incómodo para tumbarse.

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Habrá quien se esté enriqueciendo con el negocio de empeños del ser. 

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Cada vez que un lector concluye el libro, acaba la historia.

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Que no exista alero donde posarse, eso sí apena.

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Las plagas de significado no siempre se resuelven con las trampas de los significantes.

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Cuando desaparezcan las tabernas, ¿dónde acudirán de incógnito los metafísicos?

14 de julio, lunes | Edward Weston y las fotógrafas



Pasear por las salas de la exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston (1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo norteamericano.

         En 1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van Dyke filmó una espléndida película, The photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.

La cinta de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte: la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor, funcionalidad. 

         No es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles, cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar. Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.

         En la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942). Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward, que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada de su maestro.

         Y aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak (1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20 los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes? 

CARTAS AL s XX | 2 de noviembre de 1975, domingo. Elegía en Ostia



Un gusano de luz atraviesa el tablón tiznado de la noche, secuencia de bombillas ensartadas en un cable sobre la popa de un buque de mercancías. Casi inmóvil, su leve cimbreo arrastra camino de la costa, sin saberlo, la fecha de Todos los Fieles Difuntos. Cuando el piloto avista el puerto de Ostia hace sonar la bocina, y de repente, como despertado de un fatigoso sueño, el ojo del día entreabre una mínima ranura y cuela una gota de luz que de súbito empieza a disolver la oscuridad alrededor. En una de las casitas bajas, precarias, del suburbio que ha crecido como un sarpullido entre la playa y la base de los hidroaviones, María Teresa, la señora Lollobrigida, acaba de escuchar desde su insomnio la sirena y de ver cómo en la habitación donde descansa muebles y objetos vuelven a recobrar sombra propia, ya no compartida. Sabe que es la señal de que amanece. Y aunque sea domingo, ha llegado la hora de arrancar, como el motor de los automóviles cuando se gira la llave.

         También la calle, vía de la Carlinga, recupera despacio las escasas palabras de su diccionario: la arena y los charcos, las tapias y las contraventanas cerradas, y la cruz en lo alto del tejado a dos aguas de la iglesuela. Poco más allá, detrás de las casas encaladas hace demasiado tiempo, desemboca el Tíber. Es un río tímido. En Roma piensan que es taimado, pero la señora Lollobrigida no lo cree así. Le gusta ver cómo al pasar se lleva todas las inmundicias de los romanos hacia el mar. Algunas incluso bajan flotando, como si fueran hojas secas de morera, pero la mayoría se convierten en tinte para las aguas que de niña vio transitar tan inmaculadas como el cristal de una vitrina. Su mirada, en ocasiones, permanece largo rato prendida al fluir que le parece el río, en cada instante, un ser diferente. No como sus vecinos de barriada, empeñados en parecerse a sí mismos hasta en los detalles más ingratos.

         Los hay que, por no molestarse en pensar, en el mismo plato donde han quedado, lanzan las sobras del almuerzo al montículo de desperdicios que se extiende desde el borde mismo de la calle hasta la playa donde rompen las olas del mar de los etruscos. Desde la cocina oye los perros del vecindario pelearse por algún hueso roído a ladrido limpio en cuanto la luz alcanza a sombrear un poco el mundo. Y eso la molesta porque le impide escuchar con nitidez el silbido de la cafetera indicándole el momento justo en el que ha de apartarla del fuego. Aspira el aroma del café recién hecho y se sienta en la mesa. Con las yemas de los dedos acaricia el tacto suave del hule que la cubre. Cocina y comedor no se distinguen en la casucha que habita. En la iglesia prometieron que les entregarían un piso de las olimpiadas, cerca del puente Flaminio, al pie del Tíber, como siempre ha vivido. Cuando tuvieron claro que toda esperanza se había convertido en humo, su difunto marido encendió un pitillo de los que paso a paso le conducían al hoyo, y dijo: «Aquí, junto al Idroscalo, tendremos siempre el mar, ¿para qué conformarnos solo con el río?».

         Suele ser María Teresa la primera en abrir la puerta de casa y caminar sin hacer ruido hasta la playa. Le gusta que el vecindario duerma, en verano le alcanzan incluso los ronquidos que huyen a través del enrejado de las ventanas abiertas. Se sienta a contemplar el mar en el murete de ladrillos y piedras que impide que los montículos de desperdicios invadan la calle. El oleaje lame la playa igual que si fuera un gato gigantesco. Ya no ve, aunque las mire, las inmundicias que se acumulan alrededor. Escombros de las obras ilegales de toda Roma, patas y cajones perdidos de alguna cómoda antigua, cubas y paletas de las viejas máquinas de lavar, restos de la cuna de un niño que creció, botellas de todas las bebidas del mundo, girones de mantas, clavos mortificando de por vida a listones de algún armario. Y, atrapado entre la basura, el silencio de la mañana acompasado por las olas que tanto le gusta escuchar.

         No mira los desperdicios porque conoce de memoria su geografía y sabe distinguir si alguien ha estado recogiendo los trozos de madera para un fuego o si de madrugada un camión ha volcado su carga de restos inútiles sobre algún montículo. Ser la primera en verlo le ha proporcionado gratos descubrimientos; sin ir más lejos, la cafetera que cada mañana la devuelve a la vida. Es, este día, madrugada de domingo y no advierte perfiles nuevos en la cordillera de despojos, pero sí, a lo lejos, distingue un bulto que la víspera no estaba. Y se pone en pie y deja al oleaje con sus penas para acercarse despacio a lo que parece, tal vez, un animal muerto del que alguien se ha desprendido, como hacen los de la ciudad con frecuencia.

         Que no es un animal lo ve nada más aproximarse, por la envergadura, y cuando advierte que aquello que le rodea parece un charco de sangre se lleva la mano a la boca. Como cuando encontró a su marido tumbado en el suelo de la cocina, que también es comedor y sala. No se trata, ahora, de su marido; pero ve un hombre. Ya lo distingue con claridad. La extraña postura que tiene en el suelo le indica que no está consciente. Una mancha de sangre le empapaba los pantalones desde la cintura hasta las rodillas. Es un varón. No cree que sea joven, pero tampoco es mayor. La media luna del rostro que mira la ve cubierta de magulladuras. ¿Cuál será su nombre?  El día aclara. El señor cura aún no habrá llegado a la iglesia. ¿A quién puede avisar que sepa qué hacer? Se agacha a su lado, pero no se atreve a tocarlo. No le parece que respire.  Si hubiera tenido un hijo, podría haber sido este hombre hijo suyo. ¿Con qué apelativo cariñoso le habrá llamado su madre? Pero su madre no está aquí para llorarlo, solo está ella, la señora Lollobrigida, y sabe que tiene que representar su dolor. Y siente cómo una gota huye de su lagrimal y se precipita por la vertiente de la nariz y alcanza los labios y los humedece.  

2 de julio, miércoles | EL NOMBRE DE LOS VIENTOS



Junto al ventanal de la habitación he colocado una silla con brazos, razonablemente cómoda, y una mesita redonda. Encima, un jarrón con una flor y un libro de buen tamaño. El título no se lee porque lo he forrado con el papel de envolver un regalo que le hicieron a Isabel, que ocupa la habitación contigua. No me importa decirlo, porque lo sé: Atlas de nubes. Este es mi universo. Si no llueve y hace bueno, se complementa con un paseíto por el jardín al final de la mañana. Luego, la comida, en la sala grande. Sigue algún programa informativo, frente al televisor, útil para echar un sueño. Algunas tardes, una partida de cartas. Pero lo que más me gusta es sentarme en mi cuarto a observar las nubes. Mi vida. No me quejo, no resulta fácil obtener una plaza en una residencia desde donde se pueda ver el cielo tras un cristal. Con buena temperatura.

            Lo que voy a contar no hubiera ocurrido si mi vecina de habitación no tuviese una auténtica enfermedad. Incurable. Que es descubrir secretos de los demás que ni siquiera los implicados conocen. Muchos ratos, se cuela en mi habitación. Somos amigas. Se sienta al borde de la cama, junto a mi silla con brazos, y se esmera en distraerme de mi atenta observación celeste. En ocasiones se lo agradezco, porque en días de niebla no hay nada que contemplar. Si estoy sola, dibujo nubes en un cuaderno escolar para fijar en mi memoria sus extraños nombres y no tener que recurrir tanto al Atlas: estratocúmulos, nimbostratos, cirros… También aprendo el nombre de los vientos. Es más sencillo. Mis preferidos son la Ventolina y el Frescachón. A veces imagino una historia de amor entre ellos; imposible como la mía, me digo, porque al tratarse de dos tipos diferentes de viento, nunca soplan juntos. ¿O sí? En las historias puede ocurrir de todo, recuerdo haber oído alguna vez.

         Cuando aparece Isabel, su soplido deja el mío a dos velas. A mí me interesan algunos aspectos de la naturaleza, pero a ella solo le cautiva mi vida. Que ahora no tengo ninguna y antes dudo que la haya tenido. Aburridas las dos un día, el cuarto o el quinto de no parar de llover, por fin cedo a que meta mano en mis bártulos. Lo que me traje de una época anterior, que ya ni recuerdo. Llegué aquí con una maleta y una caja de cartón. La ropa la guardé en el armario y vacié la caja en la maleta, que de inmediato cerré y así se ha quedado, arrumbada en el fondo. Con mi pasado dentro. Desde que me conoce y le entretiene inspeccionar mi armario, el contenido de aquella vieja maleta se ha convertido en una obsesión. Hasta la mañana húmeda y desapacible en la que pienso que desordenar algo es una opción magnífica para ocuparse después en reorganizarlo. 

        El hallazgo me sorprende a mí tanto como a ella. Sobre todo, por la cinta rosa que elegí al guardarlas y el pomposo lazo que empaquetaba un atadijo de cartas escritas a mano. Con bolígrafo. Ni recuerdo cuándo las guardé y solo vagamente el haberlas recibido. La única certeza que tengo es que no existe otra incógnita en mi vida. Sin preguntar siquiera, Isabel tira del extremo del lazo y se desparraman sobre la mesa las cuartillas como si fuera una baraja. Se queda pasmada ante el descubrimiento y me encañona con una mirada de incomprensión que aún veo cada vez que entra en mi cuarto: «¡Eres extranjera!». Al principio no entiendo su cara de susto, pero cuando ato cabos empiezo a reír y es posible que aún no haya parado.

       Tengo la tentación de confesar una nacionalidad secreta por lo que supone el haber vivido con un aliciente mayor, pero enseguida imagino que lo irá contando por los pasillos de la residencia y mi acento, tan claro y tan de pueblo, delatará el engaño. Así que me hago la tonta, que es, de hecho, lo que más se ajusta a la verdad. Porque poco recuerdo de aquellas cartas que nunca pude leer. De inmediato Isabel extiende sus garras sobre la primera y la escudriña con una atención que parece bebérsela antes que mirarla. «¡Esto, esto, esto…». Rezonga, sin aclarar nada. Luego empieza a golpear con el índice la despedida de la carta, sobre una firma ilegible, y aunque tarde en pronunciarlo, lo dice con la misma estridencia que el estallido de un cohete en la feria: «…¡es una carta de amor!». En ese momento me pilla desprevenida. «¿Cómo lo sabes? Si no se entiende nada de lo que dice». «Bueno, eso lo dirás tú», espeta triunfal. «Aquí leo: Ich liebe dich, los ichs no sé qué demonios pintan, pero liebe sí, lo sabe todo el mundo, significa…». Se detiene un instante, y, teatral, susurra, vocalizándolo: «Amor…». Y añade una coletilla que aún resulta más reveladora para mí: «…en alemán». 

     ¡Qué está diciendo esta loca! Pasa mi vida por delante de mí en un instante y no la reconozco. Qué vértigo. «¿Estás segura de que no es holandés?», le pregunto. «Como que estoy aquí contigo». No me parece demasiado contundente el argumento, porque también yo estaba segura de haber tratado al autor de esas cartas, y de repente ya no estoy segura de nada de lo que he vivido. 

Aquel simple paquete enlazado de cartas que nunca pude leer era el resumen de mi juventud. Me fui pronto de casa, ni quise acabar los estudios. Mi intención era huir del país, llegar a Francia, pero no tenía edad para cruzar la frontera sola y encontré trabajo en un restaurante de la zona. En la sala conocí a muchos camioneros y a algunos viajantes. Dejaban buenas propinas a cambio de muy poco, una sonrisa, un gesto amable. A muchos ni los entendía. Alguno chapurreaba algo de español. Lo suficiente. Entre tantos comensales, hubo un comercial que se detuvo a pernoctar. Era holandés. De la edad casi de mi padre. Un Casanova, posiblemente, pero se comportaba como un caballero. Aparecía de vez en cuando. En alguna ocasión se quedó conmigo el fin de semana. Era un tipo divertido. Y guapo. Y generoso. Un día me contó que le cambiaban de ruta, que no sabía si regresaría más. Entonces al poco aparecieron las cartas. Las enviaba al restaurante. Sin remite, sin nombres, solo con la firma. ¿Qué me contaría? Una, otra. Imposible leerlas. Cada vez que veía un camión holandés anhelaba enseñarlas para que me las tradujeran. Pero la vergüenza me pudo. Un día también abandoné la frontera y aquella vida en la cuerda floja. No sé si llegaron más cartas de las que tengo. Aquel holandés ha sido un amor secreto durante mi vida. No he tenido otro que me haya tratado tan bien. «¡Pero este es un alemán!», zanja Isabel con contundencia mi deambular desorientado por mis propios recuerdos. «¿Un alemán?». El holandés no fue, desde luego, mi única aventura de frontera, pero sí el único que había permanecido en la memoria. «¿Un alemán…?». No recuerdo a ningún camionero alemán, sus camiones los conducían polacos… 

¿Y si el autor de las cartas fuera aquel muchacho tieso y desgarbado, majote? Sí… empiezo a acordarme. Viajaba como mozo con una cuadrilla de operarios. Iban a solucionar algo en el metro de Barcelona. Llegaron a última hora, cenaron y como estaban cansados de tantos kilómetros se alojaron en el hostal. Los mayores se fueron para sus habitaciones, pero el jovencito empezó a remolonear a mi lado. No me hice de rogar, en absoluto. Por gestos nos entendimos a la perfección. Lo había olvidado por completo. «Liebe». Cómo me suena esa palabra en su boca. Ahora caigo, seré tonta. Las cartas no eran del viajante holandés, sino del muchacho alemán. Seguro. Se había enamorado de mí. Es cierto lo que ha descubierto Isabel. ¿Y qué hago ahora con este descubrimiento a mi edad? Toda mi vida añorando a la persona equivocada. Menuda confusión. Solo consigo salir del laberinto el día en el que, con desesperación, me encaro con una nube: ¿Y tú, descarada, por qué me miras tanto? ¿Cómo te llamas, nubarrón? ¿Será posible que no lo sepa? Este libro no sirve. He de ir a una librería y pedir el Atlas de mis amores para descubrir en el nombre de los vientos su verdad: la historia pasional entre la Ventolina y el Flojito. La auténtica.

[Cuaderno de ficciones, página 30]