Junto al ventanal de la habitación he colocado una silla con brazos, razonablemente cómoda, y una mesita redonda. Encima, un jarrón con una flor y un libro de buen tamaño. El título no se lee porque lo he forrado con el papel de envolver un regalo que le hicieron a Isabel, que ocupa la habitación contigua. No me importa decirlo, porque lo sé: Atlas de nubes. Este es mi universo. Si no llueve y hace bueno, se complementa con un paseíto por el jardín al final de la mañana. Luego, la comida, en la sala grande. Sigue algún programa informativo, frente al televisor, útil para echar un sueño. Algunas tardes, una partida de cartas. Pero lo que más me gusta es sentarme en mi cuarto a observar las nubes. Mi vida. No me quejo, no resulta fácil obtener una plaza en una residencia desde donde se pueda ver el cielo tras un cristal. Con buena temperatura.
Lo que voy a contar no hubiera ocurrido si mi vecina de habitación no tuviese una auténtica enfermedad. Incurable. Que es descubrir secretos de los demás que ni siquiera los implicados conocen. Muchos ratos, se cuela en mi habitación. Somos amigas. Se sienta al borde de la cama, junto a mi silla con brazos, y se esmera en distraerme de mi atenta observación celeste. En ocasiones se lo agradezco, porque en días de niebla no hay nada que contemplar. Si estoy sola, dibujo nubes en un cuaderno escolar para fijar en mi memoria sus extraños nombres y no tener que recurrir tanto al Atlas: estratocúmulos, nimbostratos, cirros… También aprendo el nombre de los vientos. Es más sencillo. Mis preferidos son la Ventolina y el Frescachón. A veces imagino una historia de amor entre ellos; imposible como la mía, me digo, porque al tratarse de dos tipos diferentes de viento, nunca soplan juntos. ¿O sí? En las historias puede ocurrir de todo, recuerdo haber oído alguna vez.
Cuando aparece Isabel, su soplido deja el mío a dos velas. A mí me interesan algunos aspectos de la naturaleza, pero a ella solo le cautiva mi vida. Que ahora no tengo ninguna y antes dudo que la haya tenido. Aburridas las dos un día, el cuarto o el quinto de no parar de llover, por fin cedo a que meta mano en mis bártulos. Lo que me traje de una época anterior, que ya ni recuerdo. Llegué aquí con una maleta y una caja de cartón. La ropa la guardé en el armario y vacié la caja en la maleta, que de inmediato cerré y así se ha quedado, arrumbada en el fondo. Con mi pasado dentro. Desde que me conoce y le entretiene inspeccionar mi armario, el contenido de aquella vieja maleta se ha convertido en una obsesión. Hasta la mañana húmeda y desapacible en la que pienso que desordenar algo es una opción magnífica para ocuparse después en reorganizarlo.
El hallazgo me sorprende a mí tanto como a ella. Sobre todo, por la cinta rosa que elegí al guardarlas y el pomposo lazo que empaquetaba un atadijo de cartas escritas a mano. Con bolígrafo. Ni recuerdo cuándo las guardé y solo vagamente el haberlas recibido. La única certeza que tengo es que no existe otra incógnita en mi vida. Sin preguntar siquiera, Isabel tira del extremo del lazo y se desparraman sobre la mesa las cuartillas como si fuera una baraja. Se queda pasmada ante el descubrimiento y me encañona con una mirada de incomprensión que aún veo cada vez que entra en mi cuarto: «¡Eres extranjera!». Al principio no entiendo su cara de susto, pero cuando ato cabos empiezo a reír y es posible que aún no haya parado.
Tengo la tentación de confesar una nacionalidad secreta por lo que supone el haber vivido con un aliciente mayor, pero enseguida imagino que lo irá contando por los pasillos de la residencia y mi acento, tan claro y tan de pueblo, delatará el engaño. Así que me hago la tonta, que es, de hecho, lo que más se ajusta a la verdad. Porque poco recuerdo de aquellas cartas que nunca pude leer. De inmediato Isabel extiende sus garras sobre la primera y la escudriña con una atención que parece bebérsela antes que mirarla. «¡Esto, esto, esto…». Rezonga, sin aclarar nada. Luego empieza a golpear con el índice la despedida de la carta, sobre una firma ilegible, y aunque tarde en pronunciarlo, lo dice con la misma estridencia que el estallido de un cohete en la feria: «…¡es una carta de amor!». En ese momento me pilla desprevenida. «¿Cómo lo sabes? Si no se entiende nada de lo que dice». «Bueno, eso lo dirás tú», espeta triunfal. «Aquí leo: Ich liebe dich, los ichs no sé qué demonios pintan, pero liebe sí, lo sabe todo el mundo, significa…». Se detiene un instante, y, teatral, susurra, vocalizándolo: «Amor…». Y añade una coletilla que aún resulta más reveladora para mí: «…en alemán».
¡Qué está diciendo esta loca! Pasa mi vida por delante de mí en un instante y no la reconozco. Qué vértigo. «¿Estás segura de que no es holandés?», le pregunto. «Como que estoy aquí contigo». No me parece demasiado contundente el argumento, porque también yo estaba segura de haber tratado al autor de esas cartas, y de repente ya no estoy segura de nada de lo que he vivido.
Aquel simple paquete enlazado de cartas que nunca pude leer era el resumen de mi juventud. Me fui pronto de casa, ni quise acabar los estudios. Mi intención era huir del país, llegar a Francia, pero no tenía edad para cruzar la frontera sola y encontré trabajo en un restaurante de la zona. En la sala conocí a muchos camioneros y a algunos viajantes. Dejaban buenas propinas a cambio de muy poco, una sonrisa, un gesto amable. A muchos ni los entendía. Alguno chapurreaba algo de español. Lo suficiente. Entre tantos comensales, hubo un comercial que se detuvo a pernoctar. Era holandés. De la edad casi de mi padre. Un Casanova, posiblemente, pero se comportaba como un caballero. Aparecía de vez en cuando. En alguna ocasión se quedó conmigo el fin de semana. Era un tipo divertido. Y guapo. Y generoso. Un día me contó que le cambiaban de ruta, que no sabía si regresaría más. Entonces al poco aparecieron las cartas. Las enviaba al restaurante. Sin remite, sin nombres, solo con la firma. ¿Qué me contaría? Una, otra. Imposible leerlas. Cada vez que veía un camión holandés anhelaba enseñarlas para que me las tradujeran. Pero la vergüenza me pudo. Un día también abandoné la frontera y aquella vida en la cuerda floja. No sé si llegaron más cartas de las que tengo. Aquel holandés ha sido un amor secreto durante mi vida. No he tenido otro que me haya tratado tan bien. «¡Pero este es un alemán!», zanja Isabel con contundencia mi deambular desorientado por mis propios recuerdos. «¿Un alemán?». El holandés no fue, desde luego, mi única aventura de frontera, pero sí el único que había permanecido en la memoria. «¿Un alemán…?». No recuerdo a ningún camionero alemán, sus camiones los conducían polacos…
¿Y si el autor de las cartas fuera aquel muchacho tieso y desgarbado, majote? Sí… empiezo a acordarme. Viajaba como mozo con una cuadrilla de operarios. Iban a solucionar algo en el metro de Barcelona. Llegaron a última hora, cenaron y como estaban cansados de tantos kilómetros se alojaron en el hostal. Los mayores se fueron para sus habitaciones, pero el jovencito empezó a remolonear a mi lado. No me hice de rogar, en absoluto. Por gestos nos entendimos a la perfección. Lo había olvidado por completo. «Liebe». Cómo me suena esa palabra en su boca. Ahora caigo, seré tonta. Las cartas no eran del viajante holandés, sino del muchacho alemán. Seguro. Se había enamorado de mí. Es cierto lo que ha descubierto Isabel. ¿Y qué hago ahora con este descubrimiento a mi edad? Toda mi vida añorando a la persona equivocada. Menuda confusión. Solo consigo salir del laberinto el día en el que, con desesperación, me encaro con una nube: ¿Y tú, descarada, por qué me miras tanto? ¿Cómo te llamas, nubarrón? ¿Será posible que no lo sepa? Este libro no sirve. He de ir a una librería y pedir el Atlas de mis amores para descubrir en el nombre de los vientos su verdad: la historia pasional entre la Ventolina y el Flojito. La auténtica.
[Cuaderno de ficciones, página 30]