CARTAS AL s XX | 25 de junio de 1991, miércoles. El partido


Justo antes de que empezara el verano del 91 había cumplido los dieciocho. No era guapo ni muy alto, pero sacaba buenas notas, no sé si estos parámetros mantienen alguna relación. A mí me funcionaban bien. No se puede tener éxito en todas las facetas, era lo que pensaba entonces, basta con obtenerlo en la más importante. Mis amigos se conformaban con que las chicas sonrieran a sus piropos, para mí anhelaba otros horizontes. En septiembre tenía previsto dejar el pueblo y trasladarme a Belgrado. Me había inscrito en la facultad de medicina. Las notas me concedían esa posibilidad y también una la beca del estado, con la que, haciendo monacal vida de estudiante, estaba seguro de que alcanzaría para pagar la residencia y las comidas en la cantina. No pedía para mis expectativas ningún capricho. Yugoslavia había sido un buen padre, repartiendo oportunidades por igual, y eso exigía a sus hijos un comportamiento a la altura. Estaba convencido. Es posible que hubiera turbiedad en el ambiente, y tensiones por todas partes, pero en el instituto no percibía nada de eso. Despertaba a un montón de oportunidades, no me interesaba distraerme. Me gustaba leer, pasear, pescar y pasar la pelota al escolta, desde mi posición de base, para que lanzara a canasta.

Al empezar aquel verano, no solo tenía claros los seis años siguientes de mi vida, sino casi todos los demás. Como si los hubiera vivido ya, pero con la ilusión íntegra de seguir exactamente el camino determinado. Después de los cursos, ya licenciado, tenía la certeza de que no me iba a costar quedarme en el novísimo y mastodóntico Centro Clínico Universitario de la capital para los cursos de especialización. En oncología. Intuía en aquel momento que era la rama de la medicina que más crecería en las décadas siguientes, y yo deseaba estar ahí, en continua formación como especialista. Sabía que ambos propósitos iban a ser difíciles de conseguir, pero me veía con fuerzas y el ánimo que exhalaba desde todos mis poros. Como cuando en un partido de baloncestos el equipo rival es más alto y poderoso. Entonces los puntos arrancados a la adversidad tienen valor doble. Aquel miércoles en el que empezó todo había quedado con mis amigos para entrenarnos en el campo municipal. No apareció ninguno. Pasé la tarde lanzando la pelota al tablero sin oposición. Entrara o no en la canasta, la recogía yo mismo al caer.

Todavía aquel día, lo recuerdo bien, mientras regresaba botando la bola por las calles desiertas, seguía seguro en el diseño de mi vida. Era algo en lo que no conseguía dejar de pensar. Después de los años de especialidad en el Clínico, creía que no me apetecería quedarme en un hospital tan grande, en una ciudad tan complicada como Belgrado. Probaría fortuna en Zagreb. Desde pequeño tengo idealizado el Hospital de las Hermanas de la Misericordia, donde estuvo ingresado mi abuelo. Desde la tarde en la que mis padres me llevaron a visitarle. Las paredes blancas, las camas blancas, los uniformes blancos. Tal vez fue la infancia la que lo idealizara, pero ahí estaba como un mito, útil para dar vigor. Entonces, cuando lo pensaba, veía el transcurso de mis años futuros como quien asiste a una representación teatral cuyo final también tenía previsto. Cuando me jubilara regresaría al pueblo que iba a abandonar pasadas las vacaciones de verano. Mis padres ya no estarían en este mudo, probablemente, arreglaría la casa, le añadiría un piso superior para disfrutar de mejores vistas, convertiría el huerto en jardín e iría cada mañana hasta la panadería a comprar un pan cocido en leña por el bisnieto de quien la había abierto décadas atrás. Justo antes de empezar a disputar un partido de baloncesto, por complicado que sea el rival, es cuando más fácil parece poder ganarlo.

Algo de aquel futuro que dibujaban mis deseos se ha cumplido en el día de hoy. He vuelto al pueblo de mi infancia y de mi adolescencia. Y estoy ante la casa de mis abuelos, que luego fue de mis padres y ahora no es de nadie. Y a partir del regreso hasta parece cumplido cuanto soñé en este mismo lugar hace tres décadas: estoy frente a la casa de mi infancia, tras una vida laboral ya concluida que ha transcurrido, curiosamente, en un hospital, no el que anhelaba, pero sí en la misma ciudad. Incluso la oncología tiene, al cabo, su protagonismo. No es lo mismo contar un partido que disputarlo. En el relato los pases llegan al jugador para el que estaban destinados, los lanzamientos atraviesan la red, los rebotes siempre van a manos de quien los espera. En el partido no siempre las cosas salen como se han pensado.

Ante un diagnóstico poco favorable hasta las diferencias entre lo proyectado y lo que fue parecen nimias. No me fui en septiembre, sino una noche de agosto, tumbado en la caja abierta de un camión, con el miedo atragantado en los ojos. Me arrastré por el barro con una vieja escopeta en las manos, respiré polvo de cemento en las casas abatidas por la artillería enemiga, comí rábanos arrancados en los campos sin siquiera detenerme a limpiar la tierra que los envolvía. Me hirieron y pude quedarme, después, en la retaguardia, trasladando hombres cuyas heridas les forzaban a maldecir su mala suerte por haber salido del percance con vida. La guerra se acabó aquí para que pudiera empezar unos kilómetros más allá y yo me quedé en el hospital. Durante treinta años he seguido arrastrando enfermos de aquí para allá en una camilla. En un hospital de Zagreb, como anhelaba. Uniforme blanco, igual que en mis recuerdos infantiles. Todo se parece tanto a como había previsto vivir mi vida. Ocurre algo parecido que con el resultado del partido después de jugado. Es el mismo que cuando el silbato de inicio aún no ha sonado, aunque se haya invertido la atribución de las cantidades.

Como la casa. Está ahí, delante de mí. Tal como la persona permanece en el cadáver que se visita en el velatorio. Es la calavera de una casa. Las ventanas son agujeros. El tejado, un enorme hueco. Las baldosas de la fachada, ennegrecidas, han sido pintarrajeadas con las palabras más soeces del idioma. Ni siquiera sé si aún pertenece a mi familia, es decir, si es mía. ¿Para qué la querría en los pocos meses que me vaticina un diagnóstico de oncología que no he podido firmar yo? ¿Y qué importancia tiene ya el haber nacido con una nacionalidad que no existe? La vida se parece a esos jugadores chupones, que después de asistir a la charla del técnico hacen lo que les parece, no se la pasan a nadie, avanzan solos entre las líneas dejando adversarios detrás, lanzan ellos mismos, la pelota rebota en el aro, remonta el tablero y abandona la cancha por detrás de la canasta.

20 de julio, sábado. Jardín de aforismos



Entre la opinión de los campesinos y la de los marineros, los isleños solo aprenden a desarrollar argumentos a la contra.

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No saber a quién darle la razón es un indicio interesante.

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«Liquidación de existencias» anuncian algunos comercios a fin de temporada, sin darse cuenta de lo que están diciendo.

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Los mensajes sin remitente conocido son los más valorados en la fundación de las religiones.

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Todo cuanto le ha servido al arte para existir, desde ese mismo momento le resulta inútil para avanzar. Al contrario, por cierto, de lo que ocurre en el amor.

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Que solo los locos dicen la verdad era una hipérbole que, con el tiempo, se ha ido deshinchando.

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Hay virtudes que ya no admiten ser encarnadas. La bondad parece algo positivo, pero decir de alguien que es bondadoso es incluirlo en la categoría de los imbéciles.

11 de julio, jueves. La caravana


Lo cierto es que solo descubrí el desangelado y cochambroso lugar donde vivía cuando por primera vez lo vi reflejado en sus ojos mientras lo contemplaban en silencio. No tenía gran cosa y solo recibía una ínfima paga de beneficencia. Pero era dueño de una caravana anclada en el campo donde el municipio permitía subsistir a quienes no tenían otro lugar donde caerse muertos. La compré en un desguace hace unos años con lo que me dieron por el despido. Me preocupaba la idea de tener que dormir en la calle. Creo que el suelo, mugriento, no había sido barrido nunca. El polvo invadía cualquier superficie. Los platos sucios rebosaban el mínimo fregadero. Algún que otro zapato desparejado viajaba como un nómada por cualquier parte. La ropa, toda de la que disponía, se amontonaba sobre una silla de tijera. No había botellas por el suelo porque no había bebido nunca y no iba a empezar ahora que apenas tenía para comer. Aquel era el espacio donde vivía a diario y para mí, un hogar. Así se lo había dicho cuando la encontré, desvalida, en los soportales de la plaza vieja, después de que la hubieran zarandeado algunos adolescentes desalmados. Los brazos de la mujer sangraban, moteados por unas pústulas que tenían mala pinta. Le dije que había sitio para dos en mi caravana. Que no quería nada de ella, solo que se repusiera y que, cuando quisiera, podía regresar a la calle. Me sentía magnánimo por poseer ocho metros cuadrados que eran míos. Pero no había previsto que, nada más abrir la portezuela, se me caería encima la desolación absoluta en la que vivía sin darme cuenta.

         Por suerte al día siguiente hizo bueno. Continuaba el frío, pero en la explanada se estaba bien. Después de curar, como pude, los arañazos y las pústulas reventadas en los brazos, desplegué la tumbona, la instalé en ella y le eché una manta por encima. Acrílica, calentaba de lo lindo. Me pareció que seguía agotada, porque a los pocos minutos volvió a quedarse dormida. Bajo un benigno sol de invierno. Tuve que apropiarme de una escoba en la portería de uno de los bloques del vecindario próximo. Una lata me sirvió de cubo. Compré una botella de lejía y una pastilla de jabón barato en el ultramarinos. Rasgué una vieja camiseta de alpaca en forma de trapos de limpieza, abrí las ventanillas, ajusté la puerta bien abierta y me puse a limpiar década y media de cotidianidad. Aún me acordaba de cómo se hacía. Tuve que echar mano de otra camiseta, acabé con todos los trapos ennegrecidos, pero al final hasta los cristales parecían haber estrenado gafas nuevas. El mundo exterior era perfectamente visible y el interior, vaciado de inmundicias, de repente, sin que hubiera sido capaz de imaginarlo antes, lo descubría lleno de algún tipo de sentido. Como un texto en una lengua desconocida que, de repente, es posible comprenderlo. Cuando a través de la portezuela abierta echó un vistazo al interior de la caravana, desde la tumbona, tras haberse despertado, y sonrió, en su mirada escuché una melodía que, de repente, empezaba a sonar en medio de la vacuidad que había sido mi vida. 

[Cuaderno de ficciones, página 19]

2 de julio, martes. Jeff Wall, escenógrafo



La primera vez que vi una fotografía de Jeff Wall (1946) fue en septiembre de 1990, y también entonces oí, al verla, su nombre, que no me sonaba de nada. Lo mencionó el novelista Pedro Zarraluki, entusiasmado con la fotografía cuyos derechos había conseguido para la cubierta de su novela El responsable de las ranas (Anagrama, Barcelona, 1990). Lo cierto es que la fotografía de Wall —«El pensador», de 1986— ilustraba a la perfección el título de aquel libro. Nada más novelesco que el tipo lunático que en la imagen medita sentado sobre un trono de residuos, con una espada, en lo alto de una colina a las afueras de una ciudad que se extiende, a lo lejos, como si fuera la charca de ranas que cuida. La novela de Zarraluki empezaba a narrarse desde la fotografía de cubierta. Al autor la idea le encantaba y a sus conocidos no se les escapó el lejano parecido del pensador con el novelista, al que a partir de entonces decidieron llamar con el apelativo de «responsable de las ranas», no por lo que contara en el texto, sino por el poder narrativo de la imagen de la cubierta, que no solo connotaba el título, sino que también era capaz de destilar, como una novela, la realidad en personajes. 

Algunas décadas más tarde, en la exposición «Cuentos posibles» de la Virreina que ocupa al completo sus salas expositivas de la planta noble, vuelvo a enfrentarme con el filósofo de las ranas, ahora convertido en una transparencia dentro de una caja de luz de dos metros once de alto por dos metros veintinueve de largo. Una visión impactante. Como la de un anuncio dispuesto para iluminar la ciudad desde la cubierta de un edificio de oficinas de varios pisos contemplado a un metro de distancia. Jeff Wall lo ha entendido muy bien desde el principio: en el arte contemporáneo ha desaparecido el contenido simbólico, solo pervive la pura emotividad objetual. El impacto de la presencia. La forma en sí misma convertida en su contenido. Es más, lo ha entendido tan bien que es uno de los precursores, desde el inicio de sus trabajos, en evitar el vacío hacia el que amenaza despeñarse el arte contemporáneo mediante la sustitución del pensamiento por un discurso social inconcreto. Degradación, pobreza, abandono, exclusión… Es decir, una transparencia iluminada que ocupa toda la pared de una sala de exposiciones, donde normalmente se cuelga media docena de piezas de buen tamaño; ese impacto, y, en su interior, un contenido social estereotipado, ofrecen una muestra ideal para cualquier pinacoteca contemporánea. No es un demérito, es solo la constatación de un estado de las cosas, y Wall ha sabido ofrecer, desde el principio, lo que sin mencionarlo se le pide.

         Y ha creado también una narrativa a partir de su obra: su insoslayable carácter narrativo. «Cuentos posibles» es un título espléndido. Sugerente. Cada fotografía, como «El pensador» de la cubierta de la novela de Zarraluki, es susceptible de evocar un relato. La pieza que muestra la habitación subterránea donde un tipo vive bajo un techo infectado por cientos, acaso miles, de bombillas, bajo el que trabaja, come, duerme e incluso cuelga la colada, inmediatamente parece despertar la fabulación. Es cierto que existen en las piezas de Jeff Wall elementos narrativos, aunque sin trama que los enlace; igual que existen elementos temáticos sociales, pero sin alusión a un conflicto real o lacerante. Es, digamos, como un juego: hay piezas de cuento y títulos con significados, y el visitante disfruta acertando al colocar cada uno en su casilla, impactado por la explosión de luz que emana de la imagen, que es lo único relevante en la experiencia artística propuesta. El juego intelectual añadido a la iluminación no sobrepasa casi nunca las dimensiones de un juego infantil; cuando se apaga, no queda nada.

         Hay otro factor relevante que demuestra la perfecta adaptación del fotógrafo al universo del arte contemporáneo. Desde que empezó a fotografiar, en 1978, solo ha realizado doscientos montajes fotográficos, de diversos tamaños y en diversas modalidades de exposición entre las que la caja de luz es las más característica; unos son enormes, otros poseen medidas más convencionales. Pero doscientas piezas en cuatro décadas y media no alcanzan a las cinco fotografías por año de media. Cinco fotografías es lo que selecciona un fotógrafo en una mañana de trabajo. A diferencia de todos los fotógrafos que han existido, Wall ha optado por apostarlo todo a un único número, el de la frugalidad. Y en esta actitud hay que reconocer una valiente coherencia: no existen tantos relatos disponibles como para ilustrar el ingente número de imágenes que produce un fotógrafo, para el que cada una de las placas es la tesela del mosaico simbólico que es su propia sensibilidad artística. Como artista contemporáneo, Wall le ha dado la vuelta a esta situación, reconociéndole a cada pieza su propia independencia creativa, es decir, su capacidad para generar un relato autónomo, ajeno al autor, que no es más que un mero propiciador de la experiencia artística, casi un técnico en iluminación. Esta concepción no admite las cifras de un catálogo fotográfico habitual. Solo es capaz de absorber las escasas piezas, doscientas, realizadas por un artista que trabaja para museos. Treinta y cinco son las que contemplo en la Virreina. Con la boca abierta, eso sí, por el impacto visual de los montajes (el anuncio de las alturas a un metro de distancia).

         Hay una característica de Wall que aprecio. Él mismo la ha señalado: «Me parece que las mejores obras de arte visual permanecen vacilantes, indecisas ante la pérdida de identidad». No sé muy bien si estas palabras recogen lo que quiso decir, porque encuentro la cita en un periódico alemán, y supongo que está tomada de alguna rueda de prensa realizada con motivo de una exposición en un museo de Múnich. Pero en la propia imprecisión de la frase descubro una clave que valoro en Wall. Se podría decir que sus doscientas imágenes se pueden agrupar, por su génesis, en tres apartados. En primer lugar, están los que se podrían denominar «cuentos encontrados», como la transparencia que muestra la cueva urbana donde, en Harlem, un hombre real vive bajo 1.369 bombillas colgadas en el techo. En segundo lugar, están los «cuentos escenificados», donde la puesta en escena que se plasma en la fotografía a veces acierta, como en «El pensador», pero en otras resulta molestamente evidente; por ejemplo, en la foto donde capta un tipo a la mitad de una voltereta en el centro de un café convencional. Y, en tercer lugar, las imágenes con un «cuento ausente», en las que desaparece cualquier expresión de una identidad en la mirada, tanto de la fotografía, como del fotógrafo, como del visitante de la exposición. Son encuadres sobre espacios olvidadizos e insustanciales, con frecuencia en las afueras industriales de las ciudades, rincones anodinos, caóticas instalaciones eléctricas, tránsitos espurios, localizaciones sin propósito, especificidad ni interés. Estas son las piezas que más me atraen, tal vez porque me permiten añorar la desidentidad en la mirada de un coetáneo suyo, Guido Guidi, fotógrafo y, solo por esta condición, artista.