Justo
antes de que empezara el verano del 91 había cumplido los dieciocho. No era
guapo ni muy alto, pero sacaba buenas notas, no sé si estos parámetros
mantienen alguna relación. A mí me funcionaban bien. No se puede tener éxito en
todas las facetas, era lo que pensaba entonces, basta con obtenerlo en la más
importante. Mis amigos se conformaban con que las chicas sonrieran a sus
piropos, para mí anhelaba otros horizontes. En septiembre tenía previsto dejar
el pueblo y trasladarme a Belgrado. Me había inscrito en la facultad de medicina.
Las notas me concedían esa posibilidad y también una la beca del estado, con la
que, haciendo monacal vida de estudiante, estaba seguro de que alcanzaría para
pagar la residencia y las comidas en la cantina. No pedía para mis expectativas
ningún capricho. Yugoslavia había sido un buen padre, repartiendo oportunidades
por igual, y eso exigía a sus hijos un comportamiento a la altura. Estaba
convencido. Es posible que hubiera turbiedad en el ambiente, y tensiones por
todas partes, pero en el instituto no percibía nada de eso. Despertaba a un
montón de oportunidades, no me interesaba distraerme. Me gustaba leer, pasear,
pescar y pasar la pelota al escolta, desde mi posición de base, para que
lanzara a canasta.
Al empezar aquel verano, no solo tenía
claros los seis años siguientes de mi vida, sino casi todos los demás. Como si
los hubiera vivido ya, pero con la ilusión íntegra de seguir exactamente el
camino determinado. Después de los cursos, ya licenciado, tenía la certeza de
que no me iba a costar quedarme en el novísimo y mastodóntico Centro Clínico
Universitario de la capital para los cursos de especialización. En oncología.
Intuía en aquel momento que era la rama de la medicina que más crecería en las
décadas siguientes, y yo deseaba estar ahí, en continua formación como
especialista. Sabía que ambos propósitos iban a ser difíciles de conseguir,
pero me veía con fuerzas y el ánimo que exhalaba desde todos mis poros. Como
cuando en un partido de baloncestos el equipo rival es más alto y poderoso.
Entonces los puntos arrancados a la adversidad tienen valor doble. Aquel
miércoles en el que empezó todo había quedado con mis amigos para entrenarnos
en el campo municipal. No apareció ninguno. Pasé la tarde lanzando la pelota al
tablero sin oposición. Entrara o no en la canasta, la recogía yo mismo al caer.
Todavía aquel día, lo recuerdo bien,
mientras regresaba botando la bola por las calles desiertas, seguía seguro en
el diseño de mi vida. Era algo en lo que no conseguía dejar de pensar. Después
de los años de especialidad en el Clínico, creía que no me apetecería quedarme
en un hospital tan grande, en una ciudad tan complicada como Belgrado. Probaría
fortuna en Zagreb. Desde pequeño tengo idealizado el Hospital de las Hermanas
de la Misericordia, donde estuvo ingresado mi abuelo. Desde la tarde en la que
mis padres me llevaron a visitarle. Las paredes blancas, las camas blancas, los
uniformes blancos. Tal vez fue la infancia la que lo idealizara, pero ahí
estaba como un mito, útil para dar vigor. Entonces, cuando lo pensaba, veía el
transcurso de mis años futuros como quien asiste a una representación teatral
cuyo final también tenía previsto. Cuando me jubilara regresaría al pueblo que
iba a abandonar pasadas las vacaciones de verano. Mis padres ya no estarían en este
mudo, probablemente, arreglaría la casa, le añadiría un piso superior para disfrutar
de mejores vistas, convertiría el huerto en jardín e iría cada mañana hasta la
panadería a comprar un pan cocido en leña por el bisnieto de quien la había
abierto décadas atrás. Justo antes de empezar a disputar un partido de
baloncesto, por complicado que sea el rival, es cuando más fácil parece poder
ganarlo.
Algo de aquel futuro que dibujaban mis
deseos se ha cumplido en el día de hoy. He vuelto al pueblo de mi infancia y de
mi adolescencia. Y estoy ante la casa de mis abuelos, que luego fue de mis
padres y ahora no es de nadie. Y a partir del regreso hasta parece cumplido
cuanto soñé en este mismo lugar hace tres décadas: estoy frente a la casa de mi
infancia, tras una vida laboral ya concluida que ha transcurrido, curiosamente,
en un hospital, no el que anhelaba, pero sí en la misma ciudad. Incluso la
oncología tiene, al cabo, su protagonismo. No es lo mismo contar un partido que
disputarlo. En el relato los pases llegan al jugador para el que estaban
destinados, los lanzamientos atraviesan la red, los rebotes siempre van a manos
de quien los espera. En el partido no siempre las cosas salen como se han
pensado.
Ante un diagnóstico poco favorable
hasta las diferencias entre lo proyectado y lo que fue parecen nimias. No me
fui en septiembre, sino una noche de agosto, tumbado en la caja abierta de un
camión, con el miedo atragantado en los ojos. Me arrastré por el barro con una
vieja escopeta en las manos, respiré polvo de cemento en las casas abatidas por
la artillería enemiga, comí rábanos arrancados en los campos sin siquiera
detenerme a limpiar la tierra que los envolvía. Me hirieron y pude quedarme,
después, en la retaguardia, trasladando hombres cuyas heridas les forzaban a
maldecir su mala suerte por haber salido del percance con vida. La guerra se
acabó aquí para que pudiera empezar unos kilómetros más allá y yo me quedé en
el hospital. Durante treinta años he seguido arrastrando enfermos de aquí para
allá en una camilla. En un hospital de Zagreb, como anhelaba. Uniforme blanco,
igual que en mis recuerdos infantiles. Todo se parece tanto a como había
previsto vivir mi vida. Ocurre algo parecido que con el resultado del partido
después de jugado. Es el mismo que cuando el silbato de inicio aún no ha
sonado, aunque se haya invertido la atribución de las cantidades.
Como la casa. Está ahí, delante de mí.
Tal como la persona permanece en el cadáver que se visita en el velatorio. Es
la calavera de una casa. Las ventanas son agujeros. El tejado, un enorme hueco.
Las baldosas de la fachada, ennegrecidas, han sido pintarrajeadas con las
palabras más soeces del idioma. Ni siquiera sé si aún pertenece a mi familia,
es decir, si es mía. ¿Para qué la querría en los pocos meses que me vaticina un
diagnóstico de oncología que no he podido firmar yo? ¿Y qué importancia tiene
ya el haber nacido con una nacionalidad que no existe? La vida se parece a esos
jugadores chupones, que después de asistir a la charla del técnico hacen lo que
les parece, no se la pasan a nadie, avanzan solos entre las líneas dejando
adversarios detrás, lanzan ellos mismos, la pelota rebota en el aro, remonta el
tablero y abandona la cancha por detrás de la canasta.