La primera vez que vi una
fotografía de Jeff Wall (1946) fue en septiembre de 1990, y también entonces
oí, al verla, su nombre, que no me sonaba de nada. Lo mencionó el novelista
Pedro Zarraluki, entusiasmado con la fotografía cuyos derechos había conseguido
para la cubierta de su novela El
responsable de las ranas (Anagrama, Barcelona, 1990). Lo cierto es que la
fotografía de Wall —«El pensador», de 1986— ilustraba a la perfección el título
de aquel libro. Nada más novelesco que el tipo lunático que en la imagen medita
sentado sobre un trono de residuos, con una espada, en lo alto de una colina a
las afueras de una ciudad que se extiende, a lo lejos, como si fuera la charca
de ranas que cuida. La novela de Zarraluki empezaba a narrarse desde la
fotografía de cubierta. Al autor la idea le encantaba y a sus conocidos no se
les escapó el lejano parecido del pensador
con el novelista, al que a partir de entonces decidieron llamar con el
apelativo de «responsable de las ranas», no por lo que contara en el texto,
sino por el poder narrativo de la
imagen de la cubierta, que no solo connotaba el título, sino que también era
capaz de destilar, como una novela, la realidad en personajes.
Algunas décadas más tarde, en la
exposición «Cuentos posibles» de la Virreina que ocupa al completo sus salas
expositivas de la planta noble, vuelvo a enfrentarme con el filósofo de las ranas, ahora convertido
en una transparencia dentro de una caja de luz de dos metros once de alto por
dos metros veintinueve de largo. Una visión impactante. Como la de un anuncio
dispuesto para iluminar la ciudad desde la cubierta de un edificio de oficinas
de varios pisos contemplado a un metro de distancia. Jeff Wall lo ha entendido
muy bien desde el principio: en el arte contemporáneo ha desaparecido el
contenido simbólico, solo pervive la pura emotividad objetual. El impacto de la
presencia. La forma en sí misma
convertida en su contenido. Es más, lo ha entendido tan bien que es uno de los
precursores, desde el inicio de sus trabajos, en evitar el vacío hacia el que
amenaza despeñarse el arte contemporáneo mediante la sustitución del
pensamiento por un discurso social inconcreto.
Degradación, pobreza, abandono, exclusión… Es decir, una transparencia iluminada
que ocupa toda la pared de una sala de exposiciones, donde normalmente se
cuelga media docena de piezas de buen tamaño; ese impacto, y, en su interior,
un contenido social estereotipado,
ofrecen una muestra ideal para cualquier pinacoteca
contemporánea. No es un demérito, es solo la constatación de un estado de las
cosas, y Wall ha sabido ofrecer, desde el principio, lo que sin mencionarlo se
le pide.
Y
ha creado también una narrativa a
partir de su obra: su insoslayable carácter narrativo. «Cuentos posibles» es un
título espléndido. Sugerente. Cada fotografía, como «El pensador» de la
cubierta de la novela de Zarraluki, es susceptible de evocar un relato. La
pieza que muestra la habitación subterránea donde un tipo vive bajo un techo
infectado por cientos, acaso miles, de bombillas, bajo el que trabaja, come, duerme
e incluso cuelga la colada, inmediatamente parece despertar la fabulación. Es cierto que existen en las
piezas de Jeff Wall elementos narrativos, aunque sin trama que los enlace;
igual que existen elementos temáticos sociales,
pero sin alusión a un conflicto real o lacerante. Es, digamos, como un juego:
hay piezas de cuento y títulos con significados, y el visitante disfruta
acertando al colocar cada uno en su casilla, impactado por la explosión de luz
que emana de la imagen, que es lo único relevante en la experiencia artística
propuesta. El juego intelectual añadido a la iluminación no sobrepasa casi
nunca las dimensiones de un juego infantil; cuando se apaga, no queda nada.
Hay
otro factor relevante que demuestra la perfecta adaptación del fotógrafo al
universo del arte contemporáneo. Desde que empezó a fotografiar, en 1978, solo
ha realizado doscientos montajes fotográficos, de diversos tamaños y en
diversas modalidades de exposición entre las que la caja de luz es las más
característica; unos son enormes, otros poseen medidas más convencionales. Pero
doscientas piezas en cuatro décadas y media no alcanzan a las cinco fotografías
por año de media. Cinco fotografías es lo que selecciona un fotógrafo en una
mañana de trabajo. A diferencia de todos los fotógrafos que han existido, Wall
ha optado por apostarlo todo a un único número, el de la frugalidad. Y en esta
actitud hay que reconocer una valiente coherencia: no existen tantos relatos
disponibles como para ilustrar el ingente número de imágenes que produce un
fotógrafo, para el que cada una de las placas es la tesela del mosaico
simbólico que es su propia sensibilidad artística. Como artista contemporáneo,
Wall le ha dado la vuelta a esta situación, reconociéndole a cada pieza su
propia independencia creativa, es decir, su capacidad para generar un relato
autónomo, ajeno al autor, que no es más que un mero propiciador de la
experiencia artística, casi un técnico en iluminación. Esta concepción no admite las cifras de un catálogo
fotográfico habitual. Solo es capaz de absorber las escasas piezas, doscientas,
realizadas por un artista que trabaja para museos. Treinta y cinco son las que
contemplo en la Virreina. Con la boca abierta, eso sí, por el impacto visual de
los montajes (el anuncio de las alturas a un metro de distancia).
Hay
una característica de Wall que aprecio. Él mismo la ha señalado: «Me parece que
las mejores obras de arte visual permanecen vacilantes, indecisas ante la
pérdida de identidad». No sé muy bien si estas palabras recogen lo que quiso
decir, porque encuentro la cita en un periódico alemán, y supongo que está
tomada de alguna rueda de prensa realizada con motivo de una exposición en un
museo de Múnich. Pero en la propia imprecisión de la frase descubro una clave
que valoro en Wall. Se podría decir que sus doscientas imágenes se pueden
agrupar, por su génesis, en tres apartados. En primer lugar, están los que se
podrían denominar «cuentos encontrados», como la transparencia que muestra la
cueva urbana donde, en Harlem, un hombre real
vive bajo 1.369 bombillas colgadas en el techo. En segundo lugar, están los
«cuentos escenificados», donde la puesta en escena que se plasma en la
fotografía a veces acierta, como en «El pensador», pero en otras resulta
molestamente evidente; por ejemplo, en la foto donde capta un tipo a la mitad
de una voltereta en el centro de un café convencional. Y, en tercer lugar, las
imágenes con un «cuento ausente», en las que desaparece cualquier expresión de
una identidad en la mirada, tanto de la fotografía, como del fotógrafo, como
del visitante de la exposición. Son encuadres sobre espacios olvidadizos e
insustanciales, con frecuencia en las afueras industriales de las ciudades,
rincones anodinos, caóticas instalaciones eléctricas, tránsitos espurios,
localizaciones sin propósito, especificidad ni interés. Estas son las piezas
que más me atraen, tal vez porque me permiten añorar la desidentidad en la mirada de un coetáneo suyo, Guido Guidi,
fotógrafo y, solo por esta condición, artista.