El mundo al que llegué, conforme
fui teniendo juicio para discernirlo, estaba ya profundamente dividido en
blanco o negro. O se pensaba de una manera o de la opuesta. O se estaba en un
lugar o en el contrario. A donde se pertenece, es blanco; en el otro costado está
lo negro. Y viceversa. Con el tiempo uno se da cuenta de que aquello, que
entonces parecía lo más relevante de la realidad, tenía poca importancia
comparado con las escasas posibilidades que existían de elegir bando. La
condición ya situaba en uno a priori. La juventud llevaba aparejadas opiniones,
posturas, vestuario e ideología. El origen familiar, lo mismo. Y así. Hasta el
club de fútbol del que convertirse en seguidor resultaba inevitable. La
identidad, que debería haberse manifestado como una paulatina serie de
decisiones, no es que tuviera que elegir solo entre dos opciones, es que solo
exigía asumir contra cuál de ellas se formaba.
En el
momento de entrar en clase de filosofía, con mis primeros ahorros ya había
comprado, de oferta en el Corte Inglés, los cinco volúmenes —encuadernados en polipiel y letras doradas— de las obras
completas de Friedrich Nietzsche. Las recuerdo ahora, mientras, agachado frente
a un lote de libros desperdigados por el suelo, reviso una tras otras las ediciones
a la venta del filósofo alemán en los Encantes. Fueron propiedad, tengo la
impresión, de un escritor que de joven había sido underground superventas, más tarde político y luego ya cualquier
cargo. Junto a los libros están a la venta dos retratos al óleo suyos de
grandes dimensiones y en otro puesto cercano venden piezas rústicas antiguas
como las que una vez vi en una fotografía de su casa. Murió en 2020 y sus
herederos ahora se deshacen de su memoria a lo grande. Todo volcado por el
suelo del mercado. Al revisar las ediciones que debió de leer el famoso
escritor me doy cuenta del escaso gusto con el que se ha editado en español a Nietzsche.
Cualquier mal novelista merece un diseño editorial más cuidado.
No recuerdo
gran cosa de lo que debí de aprender en aquellos volúmenes impresos en papel
biblia y un título pegado al siguiente, pero era lo que me correspondía leer
porque, en filosofía, por época y lugar, me tocaba ser materialista. Aunque he
de reconocer que le echaba una mirada, no lo suficientemente escandalizada, a
las nubes de algodón de azúcar del idealismo. No tanto por la seducción de sus
conceptos, sino por la incomodidad que me ocasionaba una de las obsesiones peor
llevadas de los santos que deberían haber sido de mi devoción, la cuestión de
la muerte. Destruida cualquier creencia de un orden inteligente detrás de la
realidad, la muerte se alzaba como el gran acontecimiento de la vida. Nunca me
llevé bien con esa obstinación por vencer, del modo que fuera, cuando más
encarnizado mejor, a la invencible. Había llegado al mundo demasiado tarde, el
pensamiento también estaba dividido y a mí no me quedaba más remedio que asumir
las batallas para las que me habían reclutado sin mi permiso.
Perezoso
para secundar idealismos y remilgado para el barro purulento de los
materialismos, decidí hacer mutis por el foro de la poesía, situado en un
intersticio del pensamiento. La poesía a la que llegué también estaba dividida,
pero había aprendido a moverme en territorios escindidos y las particiones
ya me daban igual. Hay poesía abstracta tan apasionante como la figurativa, y
viceversa. Ambas son blancas; el negro está reservado solo para los impostores.
En el fondo, creo que me sentiría peor militando en un bando en concreto que
recibiendo el desprecio común de ambos. La poesía, o al menos así la he
entendido casi siempre, es también una respuesta ante el problema de la muerte,
alejada a partes iguales de la teología, o de su sustituto, la teleología, y
del materialismo, porque ni unas, con sus promesas, ni la otra, con su furia
desatada, le sirven para nada a la poesía.
La poesía es el conocimiento de lo que está a través de lo que comparece sin estar. La filosofía era, o así la entendí siempre, lo contrario: la indagación en lo que no está a pesar de lo que está. Lo que no está es, claro, la muerte, el más allá. El gran enigma ante el cual la vida —lo que está— bien se considera inferior, bien se toma como elemento prescindible. La poesía, por el contrario, anhela pensar la vida, pero al hablar de ella evita reproducirla, propiedad que le correspondería a la historia, en su lugar la reconstruye mediante la comparecencia de la metáfora como recreación, que es lo que no estando, no concluye la vida, sino que la multiplica, la potencia. La convierte en omnímoda. En, para uno mismo —que nunca conocerá lo que no está—, inmortal.