Veo la película El círculo (Daeré,
2000) de Jafar Panahi, un
director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa
ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración
me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la
rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la
cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo
sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando
consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento,
unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se
dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada,
igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato
antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo
continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la
discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de
las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya
caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si
ese incógnito destinatario en realidad existe.
La
escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre
retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de
Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que
resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del
encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la
persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La
exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando
que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso
en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que
solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia.
Ambas experiencias, la de la
película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión
del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los
elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado
que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia
a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su
apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de
la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o
en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece
en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos,
acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera
ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa
(para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido
las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad
de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su
razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que
la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad.
Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el
cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la
información adormece.