Por mi ciudad corren dos ríos y no
tiene ninguno. Ambos están situados en los extremos, son sus límites al norte y
al sur. Fueron ríos en otro tiempo, y hasta se desbordaban con furia; ahora son
un hilo de agua turbia que baja entre dos enormes losas de hormigón que forman
sus márgenes por donde incluso resulta grato pasear. Que no exista un gran río
que la cruce por el centro me parece un déficit de mi ciudad. Copenhague
tampoco tiene río, pero se lo han inventado. Un largo y estrecho estanque hace
de río decorativo entre el casco antiguo y los nuevos barrios por donde la
ciudad crecía. Resulta agradable pasear bajo los tilos y contemplar el agua, aunque
al falso río le falta lo esencial, el sonido del agua cuando fluye. La música
áspera y delicada de la vida. La mayor parte de los ríos que atraviesan
ciudades también carecen del rumor de las aguas al pasar, los han desviado por
otros lugares y en el casco urbano han dejado un simulacro de río; hermoso, sí,
pero inane. Este es el dilema en el que andamos sin saberlo: amamos
fantasmagorías inocuas de lo que admiramos por su esencia salvaje.