9 de enero, martes. Navegar en estanques


Por mi ciudad corren dos ríos y no tiene ninguno. Ambos están situados en los extremos, son sus límites al norte y al sur. Fueron ríos en otro tiempo, y hasta se desbordaban con furia; ahora son un hilo de agua turbia que baja entre dos enormes losas de hormigón que forman sus márgenes por donde incluso resulta grato pasear. Que no exista un gran río que la cruce por el centro me parece un déficit de mi ciudad. Copenhague tampoco tiene río, pero se lo han inventado. Un largo y estrecho estanque hace de río decorativo entre el casco antiguo y los nuevos barrios por donde la ciudad crecía. Resulta agradable pasear bajo los tilos y contemplar el agua, aunque al falso río le falta lo esencial, el sonido del agua cuando fluye. La música áspera y delicada de la vida. La mayor parte de los ríos que atraviesan ciudades también carecen del rumor de las aguas al pasar, los han desviado por otros lugares y en el casco urbano han dejado un simulacro de río; hermoso, sí, pero inane. Este es el dilema en el que andamos sin saberlo: amamos fantasmagorías inocuas de lo que admiramos por su esencia salvaje.