Miedo, no. Nunca hubiera dicho
que vivo con miedo. Sí con precaución. Prefiero hablar de prudencia. De
previsión. De orden. De cautela. Eran las palabras que usaba para organizar mi
vida. Creo que es lo conveniente, pero no por miedo. Si a eso ahora le llaman
miedo, cuando me traspasaba un calambre de miedo, entonces lo que padecía eran
auténticos ataques de pánico. Es posible, sin embargo, que algo de miedo sí sintiera.
No a hacer lo que tuviera que hacer en cada momento, sino por evitar
consecuencias que no me iban a gustar. ¿Te ríes? Pues no veo el motivo de tanta
risa. A las cosas que se hacen hay que buscarles un sentido. Tengo la impresión
de que abusas de la palabra miedo.
Nunca me he considerado miedoso. Sí, preparado para lo que hacía. Lo que
implica conocer las consecuencias y evitarlas. Eso nunca ha sido miedo. Lo
contrario sí me parece peligroso, ser negligente, confiado. ¿No es peor que el
miedo? El caso es que nunca había sabido antes, ni siquiera en los momentos de
pánico, qué era realmente el miedo.
Porque
nunca se me había ocurrido antes llamarlo pronóstico.
No puedo decir que no fuera amable, que su trabajo lo ha elegido él, y bien se
debe de ganar la vida, pero yo no lo querría para mí. Es verdad que seguramente
es mitad y mitad. A unos les anuncia buenas noticias. Pero ¿y a los otros?
Personas a las que tiene que ponerles delante, en su más cruda realidad, lo que
nunca antes han conocido, el miedo. El miedo auténtico. No las tonterías que tú
llamas miedo. A partir de ese momento, lo de las consecuencias pasa a ser un
juego de niños. La despreocupación, una quimera. La distracción, una utopía.
Cómo una sola palabra, tan inofensiva, le cambia a uno la vida. Y alguien tiene
que pronunciarla para que exista un desgraciado que la escuche, en este caso,
yo. Para que oiga decirlo como quien no dice nada, como quien habla de los
resultados de la liga durante el fin de semana, y de repente ya nada sea igual
a como era antes. Antes de entrar en la consulta. Antes de oírle interpretar
unos análisis.
«Tiene
muy mal pronóstico», dijo, «su tumor». Ahí arrancó el miedo, como un zarpazo
repentino que extirpa el pensamiento. Y no deja nada en qué pensar. Luego
siguió con las estadísticas, que ya ni recuerdo haber oído, y con las
previsiones, las que ponen en marcha un reloj que avanza hacia atrás en lugar
de hacia delante. Como cuando de niño me gustaba ver lanzar los cohetes a la
luna. De eso me acordé. Por fin se cumpliría mi deseo infantil de ser astronauta.
Oiría descontar el tiempo que falta. Diez. Tramitar la baja. Luego, la larga
enfermedad. Nueve. Sesiones de quimioterapia. Ocho. Sesiones de radioterapia.
Siete. Análisis y pruebas. Seis. Consultas y pronósticos. Cinco. Tratamiento
experimental. Cuatro. Más análisis y más pruebas. Tres. Ya no siento nada. Dos.
Paliativos. Uno. Despedida… Cero. Ya iré camino de la luna. En la luna no
existe el miedo. Ni los pronósticos. Ni las precauciones. No hay atmósfera y
eso significa que no hay corrupción de la materia. Ni tiempo. La luna es un
espacio puro. Allá arriba siempre; por esencia, inalcanzable. De niño quería
ser astronauta. Invertir el sentido de los relojes. ¿Habré logrado, por fin,
aunque solo sea una de mis aspiraciones? Sí, al menos esta, estoy seguro. Me
iré contento, por fin habré sabido lo que es de verdad el miedo.
[Cuaderno de ficciones, página 14]