En cierta ocasión tuve un novio
que había asistido a la boda de su madre con su padre. Algo atrasada, pensé. Al
llegar a la adolescencia sus padres, que no se habían casado en su momento,
decidieron pasar por el aro. Lo hicieron por él, le habían dicho, según me
contó. Y el caso es que siempre se habían llevado bien, o eso es lo que él
veía, pero a partir de la boda empezaron a elevar el tono de voz cuando
discutían, a tratarse con silencios en lugar de con explicaciones y a hacérselo
pasar al pobrecito de mi novio, entonces un chaval sobre el que no solo había
caído la losa de un matrimonio, sino que muy pronto se vio venir encima el
derrumbe de una separación. Mejor, un divorcio. Porque si los padres se habían
dado tregua para una cosa, no se la dieron para la otra. Ay, mi novio. Veía en
él algo raro, pero ambos éramos jóvenes cuando nos conocimos y aún no teníamos
organizado el catálogo de las rarezas humanas.
Seguimos
unos años juntos. Más de lo que hubiera pronosticado al empezar. No era
difícil convivir con él. He de confesar que yo arrastraba un secreto desde el
principio. No era mi príncipe azul. Una tontería mía, creía. Pero conforme iba
pasando el tiempo me daba cuenta de dos realidades contradictorias que no sabía
cómo armonizar. Cada vez nos iba mejor como pareja, pero yo seguía con las
antenas encendidas por ver si pasaba por mi costado el hombre del que me iba a
enamorar perdidamente. Es curioso cómo se encadenan ambas actitudes. Cuanto más
deseaba descubrir el amante que tenía predestinado para mi felicidad, más feliz
y a gusto vivía junto al muchacho que vio cómo sus padres se casaban. Como si
la faceta secreta fuera la gasolina del motor que movía la vida cotidiana. Yo
me entiendo, aunque he de reconocer que tampoco entonces, ni ahora, me entendía
a mí misma.
Hay
alguien por encima que mueve los hilos. De eso estoy convencida. Si no, por qué
los padres de mi novio, bueno, de mi ex, un día se llevan bien y cuando vuelven
de la boda ya no se soportan. Alguien se desternilla de risa ahí
arriba creando astracanadas con la vida de la gente. Como si lo nuestro no
fuera padecer un trabajo salvaje, unos alquileres de estrangulamiento y el
azote de un consumismo feroz, y estuviéramos en este mundo solo para dar pábulo
a argumentos de vodevil. El caso es que el titiritero que nos ha convertido a
todos en títeres decidió sacarme a escena en su guiñol. Y a partir de ese
instante dejé de ser yo misma para encarnar los hilos que activaban mis manos,
que adelantaban mis piernas cuando salía de casa sin desearlo y que movían mis
labios sin que yo quisiera pronunciar ni siquiera una palabra.
Todo
empezó por una subida de alquiler. Hacía tiempo que vivíamos juntos, como una
pareja estable. En un piso pequeño, pero con luz natural. Nos quejamos de unas
humedades, el propietario las arregló a regañadientes, pero al acabar el plazo
del contrato quiso cobrárselo en el nuevo precio. En ese momento de indecisión,
cuando no sabíamos si asumir el encarecimiento o buscar otro piso, por salir
del bache le propuse que nos casáramos. Qué error. Fue como abrir el cuarto
oscuro bajo la escalera en una película de terror. Arañas gigantes es lo más
amable que asomó. A mi novio se le vino encima la boda de sus padres y le
aplastó la herida, aún palpitante, de aquel divorcio cuya culpa los desalmados
progenitores le habían atribuido. No quería no casarse y no podía asentir ante
la idea de casarse. Le había lanzado a un laberinto del que él no sabía salir.
Yo sí hubiera sabido sacarle. Pero, y aquí es donde empezó a mover los hilos el
titiritero, coincidió su crisis con el final de mi larga larga aspiración.
Me
enamoré perdidamente. De un sátrapa. Creo que lo sabía antes incluso de conocerlo, pero
eso me dio igual. Me importaba un pimiento. Lo único para lo que vivía era para
adorar a mi amor. No a mi amado recién conocido, no. Al amor que sentía por él.
Esa experiencia era la que me cautivaba. Deshice el noviazgo a las primeras de
cambio. No me costó mucho. Mi novio se revolvía envuelto en una sustancia
caliginosa que lo cegaba para cualquier decisión razonable. Cogió sus cosas, se
fue y me dejó, para iniciar mi calvario, el precio del alquiler íntegro al
albur de mi salario. Ni me importó. Por primera vez en mi vida amaba. Y aquel
amor hiperbólico que sentía lo justificaba todo. Duró lo que un covid, dos o tres semanas, pero arrasó con todo lo que había sido mi vida. Creo que no me arrepiento
de nada. Mi caso no pasa de asunto para un sainete, pero aquellas semanas en las que estuve enamorada, oh, ya nadie me las puede arrebatar. Creo que estoy de
nuevo dispuesta a encontrar otro novio cotidiano, aunque preferiblemente nacido
dentro del matrimonio.
[Cuaderno de ficciones, página 12]