Dios, qué frío hacía aquella
noche; helaba en la calle desierta de un lunes, pero dentro, la pequeña sala
del teatro Babylone la recuerdo aún más gélida. Lo he evocado en múltiples
ocasiones, en diferentes artículos y conferencias, pero jamás se me había
ocurrido empezar con esta frase tan testimonial. Si he de ser justo, diré que
mi carrera de crítico se ha cimentado sobre lo que ocurrió aquella extraña
fecha de mi juventud. Aún no había cumplido los veinte años. Me faltaba mes y
medio. El febrero pasado cumplí los ochenta. No estaba previsto que llegara a
la edad de los achaques, pero la vida es este esperar a que nada ocurra en el
que acontece de todo. Mi vida profesional se ha sostenido por entero en el
hecho de que asistiera, tan joven, al estreno de Esperando a Godot. Una gran mentira; no la obra, tampoco mi
presencia en la sala, pues es cierto que estuve allí, sino yo mismo.
No
puedo recordar con exactitud qué se me había perdido a mí aquel día en el bulevar
Raspail. Un lunes. Aunque recuerdo algunas cosas de la época. No quedaba lejos
la antigua prisión de Cherche-Midi. En aquellos años ya estaba abandonada a su
inutilidad de enorme mole de piedra oscura y languidecía cubriéndose de
inmundicia e impureza, por dentro y por fuera. Por esa sordidez sentía una
atracción secreta, tal vez irrefrenable, más intensa, desde luego, que por las
novedades de la escena teatral. «Había oído que lo cerraban», fue lo que le
dije al compañero de curso que, sumergido en un abrigo de piel de camello, me
detuvo en mitad de la acera para saludarme. No creo que le dijera de dónde
venía o hacia dónde me encaminaba, pero él sí justificó su presencia en ese bulevar
tan distante de su domicilio familiar y del mío. Tenía dos entradas para un
estreno. Había oído que el Babylone cerraba, tras dos o tres temporadas de
fracaso tras fracaso, y mi amigo lo subrayó: «Quieren morir matando».
La
otra entrada era para un compañero suyo que no llegaba. La hora del inicio ya
se había cumplido. El escaso público había accedido ya. Al fondo del patio se distinguía
la luz mortecina de una bombilla sobre una fila de asientos vacíos. Me la
ofreció y no me lo pensé dos veces, tampoco tenía un plan alternativo. Nos
apresuramos. Si hubiera pasado diez minutos más tarde por el bulevar Raspail, o
hubiera decidido caminar por la acera del otro costado, ¿qué hubiera sido de mi
carrera de crítico literario? No quiero ni pensarlo. Pero tampoco tengo edad ya
para mistificaciones. Así que contaré lo que ocurrió, pero por primera vez tal
como pasó. Empezaré confesando lo más elemental. No tenía ni la más puñetera
idea de quién era el autor. Un tal Samuel Beckett. «Es irlandés, pero hace años
que vive aquí». Mientras se acomodaba la asistencia, unas cincuenta o sesenta
personas que parecían invitadas a una celebración familiar, pues hablaban entre
sí unas con otras. Allí los únicos polizones parecíamos nosotros dos. Para
hacer tiempo, mi colega —con el que tampoco tenía demasiada amistad— me contaba,
por llenar el vacío, que había leído una novela del autor, titulada Murphy, publicada en las ediciones de
Pierre Bordas unos años antes. «Un libro sensacional, podías acabar de leerlo
sin haberte enterado de nada de lo que ocurría, pero sin poder levantar la
vista de las páginas». Y casi gritó, como quien clama un gol: «Un libro
hipnótico». Es posible que aquella noche yo estuviera aún impresionado por lo
que había ido a observar en las inmediaciones de Cherche-Midi, el caso es que
le dejaba hablar sin comprender del todo lo que me explicaba. Se apagaron, de repente,
las luces, que tampoco es que iluminaran demasiado.
La
escena estaba vacía. En el suelo de madera sin cubrir se dibujaban diversas
manchas, como las que luciría un taller de mecánica. Las paredes estaban mal
pintadas de un color indefinido que traslucía múltiples manchas de humedad. En
el centro, una especie de piel de plátano gigante y erguida, con los extremos
languideciendo hacia abajo. Que era un árbol me costó adivinarlo. Con el tiempo
llegaría a saber que el decorado de la escena que vi aquella noche glaciar de
1953 se ajustaba a los deseos del dramaturgo: «Camino rural, con un árbol, por
la noche». Aparecieron los actores. Dos tipos con trajes raídos. Daba la
impresión de que se los habían intercambiado en el camerino, pues a uno le
sobraba talla por todas partes y al otro la chaqueta le tiraba en las
costuras. Uno de los dos dijo: «No hay
nada que hacer». Y creo que si aquella noche hubiera estado un poco lúcido y
dueño de mis actos, me hubiera largado de la sala dando por comprendida la obra
entera, sin necesidad de sufrir incomodidad, aburrimiento y frío durante las
dos horas siguientes. En esa frase quedó resumido todo cuando conseguí entender
de Esperando a Godot la noche de su
estreno.
Los
espectadores se removían, inquietos, en los asientos, cada minuto que pasaba
más incómodos. El relente atravesaba los abrigos y se alojaba en los huesos. Y
las réplicas se sucedían unas a otras sin añadir nada al conjunto. Una
conversación teatral que se parecía como dos gotas de agua al devanar la lana
que hacía por las tardes mi abuela junto al fuego, solo que sin chimenea. Al
llegar el entreacto, salimos corriendo al patio a encender un pitillo con el
que calentarnos las manos y los pulmones. Pero cuando sonó el timbre para
volver a entrar la mitad del público se había evaporado como por arte de magia.
Al apagarse las luces sentí un deseo casi irrefrenable de levantarme y salir
corriendo, que retuvo el comentario entusiasta de quien me había invitado: «Qué
inquietante todo, ¿verdad?». Después de aquella noche no volví a coincidir con
mi colega. Nunca quise saber nada de él. Supe que era profesor de instituto y
durante años pensé que el suplicio se lo tenía merecido por haberme hecho pasar
por aquello, a mí, que deambulaba tan
feliz aquella noche por el bulevar Raspail. Luego, cuando mis artículos sobre
el teatro de Samuel Beckett empezaron a darme notoriedad y el haber asistido al
estreno de su obra capital le proporcionaba una legitimación inapelable a mis
opiniones, conseguí anular por completo de mis recuerdos a mi acompañante. Así
empezaba uno de aquellos textos que firmaba en mis días de gloria: «Tiritando
de emoción, una noche de enero, sin nadie que se atreviera a acompañarme, con
el corazón en un puño, me aventuré a asistir al estreno del escritor que amaba
casi desde que había aprendido a leer». Es el tono con el que uno se hace valer
en el mundillo cultural y académico, lo que los demás quieren leer de uno, no
la verdad. La verdad, ay, la verdad dice siempre «Vámonos».