En el volumen del diario de 2021, que estos días sale de imprenta con el título de Azada de jardín, en Polibea, hay una entrada en las páginas 206 y 207 que hoy cobra cierto protagonismo, y tal vez no esté mal adelantarla aquí el día en el que se lamenta la desaparición de la cantante María Jiménez.
20 de julio de 2021, martes
Al azar de la programación televisiva del día de hoy, que repaso canal a canal como quien extrae la varilla del aceite del motor para comprobar su nivel, me entretengo en un reportaje y entrevista con la cantante María Jiménez (1950) de quien, por voluntad propia, nunca he sabido absolutamente nada. Ni he escuchado un disco suyo, ni he leído una única línea sobre las vicisitudes de su vida sentimental. En el programa que le dedican se esmeran en explicarlas todas. Su romance con el actor Pepe Sancho, la muerte en accidente de su hija, las tres bodas con el mismo novio, los meses que pasó en coma. Mi sorpresa crecía conforme los hilos iban cosiendo la leyenda: los conocía todos. Yo mismo, sin preparar nada, hubiera podido redactar el guion del reportaje. Y cuando ilustraban el relato con sus canciones, me descubría a mí mismo, en el sofá, haciéndole coros en los estribillos. Hay otra vida que no se ha elegido en la vida cultural que se sedimenta en el interior. Otros recuerdos diferentes a los que se desea conservar. Un submundo ajeno, que incluso se llega a despreciar, que disfruta del mismo privilegio que el propio. No creo que se trate, ni siquiera, de los «gustos culposos», aquellos que se ocultan en público, sino de los «gustos invisibles» por aquello que no despierta, conscientemente, el menor interés, pero está ahí, se instala en la memoria y permanece.