1 de mayo, lunes. Una versión para la memoria


Los jueves por la tarde ensayan en un local próximo. No les he visto salir con bultos nunca, así que imagino que el reunirse y tocar es solo una afición. Antigua, porque visten tejanos rotos y cazadoras de cuero con chinchetas y mensajes en inglés cosidos a la espalda, pero en la dispersa melena disimulan entradas generosas. El batería suele llegar antes que los demás y se dedica a practicar redobles hasta que, algo más tarde, el bajista conecta su instrumento. Hacia las seis, con las manos en los bolsillos, entra el cantante y en seguida, de fondo, mientras realizo mis tareas, escucho sus versiones de viejas canciones de los años sesenta y setenta, que tal vez oyeron por primera vez antes de cumplir los veinte años. Lo sé porque también miro detrás de unas gafas y hace tiempo que las canas le han ganado la partida al color oscuro de mi cabello. A veces recuerdo, al oírles interpretar alguna pieza emblemática, con quién la estuve bailando hace cincuenta años.

La frase me ha quedado tan redonda que no he sido capaz de rectificarla para que se acercara un poco más a la realidad. Así que he puesto un punto y aparte y lo que tenga que corregir ya será solo un añadido. Porque en verdad de quien mejor me acuerdo, las más de las veces, no es de la persona que bailó conmigo, sino de aquella con quién, deseándolo, no lo hice. No importa si eso no ocurrió nunca o solo una tarde en concreto, el caso es que mi memoria conserva intactos el nombre que no pronuncié al conversar y el rostro que tampoco acaricié. De los momentos de baile en la pista, en compañía y reales, ya fuera música rápida y agitada o los melosos lentos de la época, solo sería capaz de evocar ahora generalizaciones. Y si proporcionara algún detalle, seguro que era inventado.

Algo parecido me sucede con los lugares a donde acudía. La mayoría eran comedores de colegio mayor mal acondicionados como baile. Oscurecidas las ventanas con papel de embalar, dos tocadiscos en una mesa y una bola de espejos más o menos en el centro. Y sudor, ríos de secreciones por la piel que algún color desvaído en las tenues luces perlaba. ¿Dónde estaban esas salas perdidas a las que iba con tanta frecuencia? No tengo ni la menor idea. Creo que acudía con los conocidos de la época por pura inercia. Por ir a alguna parte a borrar los domingos del calendario. Porque hacerlo para oír música es algo que no podría defender ahora, tal como retumbaban las paredes y el vocerío del ambiente. Toda mi juventud alenté el deseo de un día bailar en Bocaccio. No ocurrió, pero no importa. Mis dedos conservan la delicadeza del terciopelo de los sillones y mis oídos la fidelidad de su equipo de sonido de cuando alguien, que había estado, me lo estuvo contando.

Nunca pude ir tampoco, unas veces por el precio, otras por la desgana, a ninguno de los conciertos que trajo las grandes figuras del rock de entonces a los estadios de mi ciudad. Oí en directo esas canciones que tantos recuerdos me despertaban en bandas de barrio cuando actuaban en la plaza mayor, en verano, durante las fiestas patronales de los pueblos. El inglés de los cantantes no parecía nada del otro mundo, pero como tampoco entendía a los originales, no era un problema. Las voces siempre se daban un aire a las que sonaban en los discos, y con ello me bastaba para disfrutar de lo que, en aquella época, era para mí lo más importante, el baile y la buena música.

Me ha pasado como en el primer párrafo. Su remate ha quedado tan perfecto que no he sido capaz de contrariarlo con matices. Lo cierto es que en aquella época lo que me obsesionaba no era el continente de la vida, sino su contenido. Es decir. Con quién ir. A un sitio o a otro, que eso daba igual. Y, lo esencial, con quién bailar. Iba siempre en grupo, aunque dentro había parejas, que se hacían y deshacían como las modas en cada temporada. Algo parecido me debió de pasar a mí. Unas veces me arrimaba a alguien, otras a nadie. Porque con quien hubiera deseado ir, los dos solos, claro, al fin del mundo, siempre andaba con ligues casuales. No me importó, sin embargo. Porque en cierta ocasión alguien me tradujo una canción de la época que decía: si a quien amas no está contigo, ama a quien esté contigo. Lo tomé como un lema, porque en la vida, al cabo de la edad, el único privilegio es estar vivo. El resto son aderezos. Con el tiempo lo que no pudo ocurrir resulta más valioso en la conciencia que la trivialidad de lo que aconteció.

[Cuaderno de ficciones, página 7]