Recuerdo
haber oído, no sé muy bien dónde, la anécdota que narraba la sorpresa de un
técnico alemán que vino a solucionar un problema en las instalaciones del metro
de la ciudad y descubrió una nueva medida de presión: «un poquitín más». Lo
impreciso tiene mala prensa en la sociedad tecnológica, pero a veces se echa de
menos. Por ejemplo. En el pueblo donde pernocto en fechas de asueto hay dos
campanarios. La historia es simple. En el siglo XIX se ordenó que todas las
casas consistoriales tuvieran delante un reloj público con la hora oficial del
reino. Como delante del Ayuntamiento solía estar la iglesia, se instaló el
reloj en su campanario. Pero en este pueblo en concreto, la iglesia, románica y
anterior a la población, se encuentra en un extremo y la plaza Mayor en otro.
Así que situaron reloj y campanario en una vieja torre de vigilancia que había
más o menos delante. El caso es que al siglo XX llegaron dos campanarios. La
habitación donde duermo está justo a medio camino entre los dos, así que
escucho a ambos con la misma intensidad. Primero sonaba el de la torre civil y
unos minutos después el de la iglesia. Ese vivir el mismo instante dos veces
resultaba reconfortante, sobre todo por las mañanas. Pongamos que uno había previsto
levantarse a las 8. Oía las campanadas, pero sabía que aún disponía de varios
minutos de relajación, fuera del tiempo,
antes de volver a escucharlas. Una prórroga. El siglo XXI ha traído un cambio
en el funcionamiento de los campanarios. Ahora suenen los dos a la hora en
punto, y es un guirigay desacompasado de campanas en las que es imposible no ya
saber la hora, sino ni siquiera sentir un ápice de su grata armonía. La
precisión temporal tiene sus desventajas.
[Libro V, Epigrama XXX]