El día 27
de marzo de 1960, domingo, fui bautizado en la Parroquia de San Andrés del
Palomar. Lo certifica con su firma el padre Julián, «cura-ecónomo», cinco años
después del acontecimiento, en una hoja tamaño libreta pequeña impresa en
tipografía y con los datos escritos a bolígrafo en los huecos. Lo acabo de
encontrar entre los papeles de mi madre.
De aquel domingo, el segundo que disfrutaba
por haber nacido en sábado, conservo algunas imágenes. Hay una que me gusta
especialmente. El fotógrafo la capturó en la puerta de la iglesia y yo estoy en
los brazos de mi abuela Albina, mientras a su lado mi abuelo Cirilo está
mirando hacia un fuera de campo donde nadie mira, sin duda en busca de algún
lugar solitario donde poder ir a liar un pitillo tras la ceremonia.
Yo soy, en aquel momento, un bebé, pero
se me ve contento ese 27 de marzo. Con ganas de empezar a crecer. Aunque
también, si me fijo un poco más en la escena, con un poso de miedo en la
mirada. No creo que sea por desconfianza en mi abuela, a la que siempre he
admirado, ni al futuro, término aún muy lejano para mis perspectivas del día. Tal
vez fuera por temor a resfriarme. Marzo es traicionero. Eso sí que es muy mío.
El papelito firmado por don Julián y las
capturas en blanco y negro de fotógrafo de barrio son los únicos vestigios del
tiempo. Lo poco con lo que cuento para conocer el pasado. Sé que estuve ahí, en
la iglesia, aquel domingo, pero solo puedo afirmar algo a partir de un
documento y de unas fotos. No se trata de que fuera un bebé, creo que es algo que
ha permanecido durante las décadas. Solo sé algo de mi persona por los espejos.
Lo que averigüe lo habré descubierto lejos de mí y nunca podré tener la certeza
de que sea real o una simple impresión apócrifa.