CARTAS AL s XX | 18 de julio de 1935, jueves


Espero que a la llegada de la presente te encuentres bien de salud. También que los tuyos, padres y hermanos, disfruten de buen ánimo y no les falte el trabajo. Te escribo para anunciarte una buena noticia y una noticia regular. Empezaré por esta. Sé que te había prometido que a estas alturas del verano habríamos dado un largo largo largo paseo por los campos del trigo ya cosechado y por las viñas en espera de vendimia, los dos de la mano, o quizá abrazados si nos adentrábamos por el pinar de la sierra en busca de setas. ¿De setas en verano?, dirás, y yo te contestaré que son las mejores. Que a tu lado cualquier locura es lo mejor que me puede ocurrir. Pero ya lo has visto. Ha pasado más de medio julio y no he aparecido. Qué voy a decirte. El permiso que esperaba no me lo han concedido. Prefiero no entrar en detalles, porque aún será peor para mí seguir dándole vueltas a este ovillo.  De hoy en un año, esta es la buena noticia que tengo que darte, puedo asegurar que estaremos celebrando esta fecha los dos juntos. Los dos en el café del pueblo tomando un aperitivo. Los dos en el paseo, agarrados del brazo. Los dos, los dos, los dos. ¿Qué es un año? Una sucesión de días que se pasarán de corrido. Una nada el día en el que, de aquí un año, me veas bajar del autobús en la Plaza Mayor con las mangas de la camisa remangadas y el pecho al descubierto.

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—¿Y si lo dejamos para el próximo verano? Verás, ahora resulta muy precipitado. Anda casi todo pendiente de preparar. Es solo tomar la decisión ahora e inmediatamente se abre una tregua, un tiempo para ir haciéndolo poco a poco. Más pensado. También más relajado. Sin prisas. Es mi propuesta y mi opción. No me veo con cuerpo para acabar en este momento lo que nos queda pendiente. Lo importante no es el cuándo, sino el qué. El verano próximo, por estas fechas, será el momento ideal para empezar.

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Te has ido enfadada y no tienes razón. No he dicho eso que has entendido y que tanto te ha irritado. Quisiera correr detrás de ti a contártelo, pero sabes que tengo el turno de inmediato y no dispongo de tiempo. Pero tampoco quiero esperar a acabarlo para aclararte cuál es mi postura. Así que te la dejo escrita en esta nota. Luego, por la mañana te daré todas las explicaciones que quieras. Por favor, ¿cómo puedes pensar que no quiero que vayamos en busca de ese niño? O de esa niña, lo que dios dictamine será perfecto. Claro que lo quiero, claro que lucharé por ello. Solo te decía que si tuviéramos la fortuna de que se fecunda la semilla de inmediato, el nacimiento nos pillaría en pleno caos de trabajo, de agobios, de piso por encontrar y amueblar y todo lo demás. Que por qué no esperábamos un año. Solo un año. Da igual que cuando crezca cumpla cuatro o cinco años, siempre será nuestro hijo, o nuestra hija; que lo que sea, bienvenido sea. No importa un año antes o después, pero sí importa que se encuentre, cuando llegue, con unos padres bien situados, un piso en condiciones, un futuro despejado. Eso es lo que te decía, nada más. Solo eso. Pero te has dado la vuelta y te has ido sin comprender mis razones.

15 de septiembre, jueves. A vueltas con el «metaverso»


Como poeta me veo impelido a decir algo en contra del neologismo de moda: metaverso. Ya sé que la raíz «verso» en esta palabra no tiene nada que ver con la poesía. Es algo que se podría discutir etimológicamente, aunque en este caso ni siquiera interesa demasiado. Lo pernicioso del metaverso procede de su descarado diseño para sustituir lo real. No lo que ocurre en la realidad, que nunca podrá dejar de ocurrir, sino la realidad como fuente de los significados biográficos, es decir, aquello que significa para una vida. Es algo un paso más allá de lo que ocurre en este momento con la informática —por ejemplo, ahora se quejan en las bibliotecas universitarias por el hecho de que ni profesores ni alumnos se acerquen ya a los libros de una manera significativa. Este ir más lejos trata de encasillar en el tiempo digital todas las sensaciones, los efectos, las emociones, las ideas que antes emergían del trato con la realidad. El verso vive de estos significados, que emanan de lo real y al mismo tiempo lo explican, lo contradicen o lo interpelan. Cuando los significados posibles lleguen codificados del metaverso, los versos habrán caído en desuso: se vivirá una realidad perfectamente codificada. Prisiones a la puerta de las cuales se prevén enormes colas para acceder. 

[Libro V, Epigrama XXII]

11 de septiembre, domingo. Has tenido una amiga


En la radio escucho una anécdota musical que me emociona. Hablan de James Taylor. En mitad de un concierto le pidió que subiera al escenario a su amiga Carole King, que estaba entre el público escuchándole. Carole King era entonces, sobre todo, compositora, y Taylor había cantado alguna de sus canciones. En aquella ocasión los dos interpretaron una pieza nueva, aún desconocida, «You’ve Got A Friend». Meses más tarde Taylor, en el estudio de grabación, había cerrado ya el nuevo álbum cuando el ingeniero de sonido descubrió que quedaban unos minutos libres. El mismo técnico le recordó aquella canción que le había oído cantar junto a Carole King, y le sugirió que la grabaran con la banda como prueba. Improvisaron los arreglos y al oír el resultado ya intuyeron que sería el emblema de Mud Slide Slim and the blue horizon. El disco apareció en abril de 1971. La canción llegó enseguida al número uno. Poco después se publicaba en la voz de su autora, Carole King, en un disco ya mítico de la música del siglo XX, Tapestry.

         Mi ejemplar de Tapestry lo conseguí, creo, en 1973. La memoria suele ser un archivo olvidadizo que solo conserva algunas postales de uno mismo. Una que guardo intacta es la de aquella mañana de sábado. El anterior había ido al centro con mis padres a comprar un tocadiscos. Imagino la lata que les habría dado. El vendedor incluyó en la adquisición un disco de James Last, un adalid de la música orquestal, y mi padre sacó del desván uno de sus sueños de adolescencia y se llevó un LP de Carlos Gardel. Aquella semana, entre Last y Gardel, casi consiguen hacerme odiar la música, pese a lo extraordinariamente bien que sonaba mi tocadiscos, el único que tuve mientras duró la primera vida del vinilo. Al sábado siguiente reuní 300 pesetas, ignoro de dónde las sacaría, y me fui a un supermercado, un modelo de comercio entonces novedoso, de hecho, el primero que se abría en el barrio, en la esquina de Capitán Arenas con Manuel Girona. Había visto que en una esquina, bajo los ventanales que daban a la calle, había un aparador con discos. De madera lacada en blanco. Allí pasé las horas estudiando todos los discos. Dudo que tuviera entonces ninguna otra información más allá de la obvia (Beatles o Rollings). Podría haber comprado un disco de cualquier grupo que conociera de nombre, pero algo, ya no puedo recordar qué, me condujo a elegir el disco de una cantante absolutamente desconocida para mí. Carole King. No sé ahora si me atrajo la cubierta —la serenidad de un interior, el banco de madera, el cojín, las cortinas, el gato desenfocado, una puerta cerrada al fondo—, o quizá la imagen de la cantante —sobre todo la melena rizada, parecida a la que tuve cuando dejaron de obligarme a ir al barbero—. De todas formas, no solo fue mi primer disco, sino que se ha mantenido durante casi cincuenta años en el número uno de mi hit parade.

         Lo cuento con el halo nostálgico de lo anecdótico, pero al recrearlo me doy cuenta de que hay en la circunstancia ciertas premoniciones. En aquel instante de mi primera decisión importante, me fie más de la intuición en el vacío que del suelo sólido de las referencias proporcionadas por la época. No sé tampoco si este comportamiento poseía en el momento algún componente sociológico. Si los adolescentes de los 70 preferían indagar en lo desconocido, o si solo era una rareza mía, que he mantenido toda la vida. En música y en literatura. Para bien y también para mal, pues siempre he preferido encontrar a consolidar. Al menos de la mitad de los libros que he leído carecía de influjo externo para leerlo. Creo que, si aquel día hubiera elegido un disco de los Beatles, ahora esperaría para leer a que aparecieran los best sellers de la temporada. Es decir, sería otra persona. Si Carole King no se hubiera decidido a cantar aquella noche junto a James Taylor quizá su historia musical se hubiera trenzado de otra manera. Hay en lo fortuito siempre detrás un elemento que parece fruto de la necesidad, sin que se consiga saber nunca dónde acaba lo casual, dónde asoma lo esencial, qué decide el devenir de los acontecimientos; si lo eventual moldea el carácter, o lo sustancial condiciona cuanto ocurre. Quiero decir, claro, sin que uno lo sepa sobre sí mismo.

6 de septiembre, martes. Paradojas futbolísticas


De vez en cuando me cuelo en algún campo de fútbol de barrio y asisto al entrenamiento de un grupo de escolares, sentado entre sus pacientes padres. A poco que uno se fije en lo que ocurre dos aspectos le llaman la atención. El primero es que el entrenamiento se convierte, si todo va como se espera, en una coreografía. Los jugadores se mueven con una armonía que se diría científica, trazando perfectas líneas de un armazón conceptual exacto. El segundo es que estos movimientos están dirigidos solo por voces que mandan. No se explica, no se razona, solo se dan órdenes. En absoluto me extraña. El fútbol es una estructura jerarquizada, donde únicamente se tiene en cuenta una opinión, que, claro, se convierte para los demás en una orden. La paradoja es que siendo un juego tan antiguo régimen, es decir, tan antidemocrático, haya acabado convirtiéndose en el emblema de la democracia occidental.

[Libro V, Epigrama XXI]