En el otoño de 1999 me enviaron a
cubrir la agonía del siglo XX. No se puede decir que fuera un periodista joven,
tampoco uno experimentado. Estaba en el punto donde los que acaban de entrar
necesitan poner un pie sobre mi espalda para ascender más rápido, y los que
llevan más tiempo siguen mirándome por encima del hombro. Y desde luego ninguna
de las dos facciones estaba dispuesta a pelearse por un encargo conceptual. Eso
no atraía público a una firma. Así, que me fui rezongando con mi mochuelo a
rastras.
Salí
a la calle con un par de ideas en la cabeza. La más concreta era el temor a que
con el siglo acabara el tiempo. Me puse al tanto de las profecías, aquello en
lo que nunca había creído, por si acaso. Pero lo que encontré fue un debate,
digámoslo así, nominalista. Era lo único que interesaba. Unos, bajo el amparo
de la imagen, decían que el siglo acababa con la ristra de nueves que no
admiten discusión. Y los otros, los matemáticos, decían que, obviamente, el
cien no llega en el 99, sino en el cien. Me metí en ese berenjenal y casi no
salgo. Porque a nadie le interesaba realmente el fiambre del siglo XX, sino
cuándo celebrar la llegada del nuevo. Lo nuevo inquieta, interesa. Lo vi claro,
es de lo que tenía que hablar.
Cuando
llamé al periódico para informar del renovado enfoque de mi artículo, me espetó
el jefe de redacción que me atuviera a lo pactado. Que sobre el XXI ya había nombrado
al efecto un equipo de redactores jóvenes —«como corresponde», apostilló—.
Estaba al borde de la dimisión cuando oí en la radio, mientras buscaba al acaso
una emisora solo con música, una noticia que me estremeció. Aquella misma
mañana habían encontrado tendido en el cuarto de baño de su casa, en la calle
São Bento número 193, de Lisboa, el cuerpo sin vida de Amália Rodrigues. No me
entretuve ni en coger una muda, desde donde estaba me fui directo al aeropuerto
y a las cinco de la tarde era uno más entre la multitud inquieta y compungida
que frente a su casa aguardaba la salida de féretro de la cantante. A las cinco
y media se abrió la puerta del garaje, y asomó el morro grisáceo del coche
fúnebre. La multitud y yo mismo arrancamos un aplauso enfebrecido, como si en
aquel mismo momento se hubiera despedido en el escenario tras dos horas de
concierto.
Con ella
se iba el siglo XX. Su voz doliente. Amália Rodrigues había visto desaparecer,
en los años inmediatos, a sus amigos más íntimos, a conocidos y colaboradores,
a su marido, y ya no tenía sentido llevar el tiempo más allá de la que había
sido su centuria y a la que le había marcado el paso con tanta precisión. Había
nacido en 1920, como el siglo verdadero, tras dos décadas de ajetreado espejismo,
con tres intentos de suicidio, en 1934, en 1938, en 1942, los mismos que el
propio siglo, alguna de sus canciones fue prohibida por el salazarismo en los
años 60, como las ideas que rejuvenecían la época, y en 1974 publicó el cántico
a la celebración de la juventud invertida del siglo que había nacido anciano: «Meu amor é marinheiro / E mora no alto mar /
Coração que nasce libre / Não se pode acorrentar [amordazar]». Y aún le
guardó el XX que encarnaba un último hito: el traslado de sus restos, con
honores militares —como corresponde al siglo— desde el cementerio de los
Prazeres hasta el Panteón Nacional de Lisboa, la primera mujer entre tanto
prócer varonil.
Es lo que
conté en mi artículo, pero ya compuesto el número, llegó en el último minuto un
anuncio y el jefe de redacción decidió que la página que había que levantar era
la mía. Se ha quedado el retrato del siglo XX en su voz más doliente agazapado para
siempre en las hojas de este diario.