Vuelvo a
soñar con Marcos. Lo hago con cierta frecuencia. Caminamos por el campo.
Arrastra, sin arrancarla, su moto de cross
con el casco colgando del brazo. Suelen desaparecer los dos con un rugido que
emborrona la vista. Después regresa envuelto en polvo y barro, sudoroso,
jadeante, feliz. Pero en el sueño de esta noche se limita a empujar la moto con
las manos sobre el manillar. A nuestro alrededor los dos niños que no quiso
tener corretean aliados con el mío, un poco mayor, pero igualmente revoltoso.
Nos detenemos en un prado y Marcos deja caer la moto sobre la hierba para
tumbarse al sol con los demás.
A los quince años mis padres tuvieron
la ocurrencia de cambiarse de barrio, en la otra punta de la ciudad, y de un
día para otro perdí todos mis amigos del colegio y de la calle. Marcos fue el
primer amigo a quien conocí en el nuevo domicilio. Vivíamos en la misma zona y
coincidimos en el camino de regreso a casa desde el colegio. En la ida los dos
tomábamos el autobús, pero para volver lo hacíamos a pie. Era cuesta abajo. No
iba a mi clase y creo que tenía un año más. Pero el camino compartido
intensifica las relaciones. Además, sus amigos en mi nuevo barrio ya tenían los
dieciocho años. Poco a poco los fui conociendo. Diego en el garaje de su casa
había instalado una radio clandestina y poco tiempo después ya me había
regalado un programa los sábados por la mañana. Los fines de semana Marcos
desaparecía porque vivía otra vida en un pueblo de la costa, donde sus padres poseían
una segunda residencia, pero yo ya disfrutaba de otros entretenimientos.
Un día de julio de 2013 Marcos no quiso
continuar y lo dio todo por concluido. Había vuelto con sus padres, a los
cincuenta años, y se había instalado en su habitación de adolescente, en la
casa de la playa. Una tarde de verano me llamó descorazonada su madre para
contármelo. Le habían encontrado. Es todo lo que supo decirme.
En el sueño le pregunto a Marcos por
qué arrastra la moto si luego se viene con nosotros de paseo a pie. Me
responde, como solía, indagando hacia la médula de los comportamientos. «En la
moto —le oigo decirme— mantengo viva mi conciencia, cuanto ocurre depende en
exclusiva de mí y solo a mí me satisface. Los niños, la familia, los amigos,
sus familias… diluyen el tiempo que me pertenece y tengo la sensación de que me
pierdo a mí mismo. Ahora ya casi me apetece abandonar mi yo entre los demás,
pero has de comprender que no puedo renunciar, así como así, dejando la moto en
el garaje o pensaría que he claudicado ante la idea de mi disolución. Pero la
verdad es que ya me lo paso mejor con vosotros sin hacer nada en especial que
yo solo haciendo de cabra montesa por ahí, pero todavía no he ganado esa
batalla contra mí mismo. Hay que ir poco a poco». No sé por qué fuiste tan
rápido, Marcos, cómo echo de menos aquella extraña lucidez, aquel acérrimo y
generoso individualismo.